Como Polillas a la Luz

Madrid, España. Septiembre del año 2002 Damián y David aguardan en la sala de espera de un hospital, tratando de mantener a su pequeña hermana de 2 años, lo más tranquila posible. Mientras que Diego, su hermano mayor, recibe una terrible noticia del Doctor que está atendiendo a su madre. —Lo siento Diego, pero no hay nada más que pueda hacer por ella. Diego siente como si las palabras del Doctor fuesen dos puñetazos que recibe en la boca del estómago, dejándolo sin aliento, sus ojos se inundan de lágrimas y sin decir más, fija su atención a sus hermanos. Damián levanta el rostro y sin que su hermano diga una sola palabra sabe que lo que sea que tenga que decirles es una muy mala noticia. David siente como su hermano mellizo se paraliza y sigue su mirada hasta Diego, quien se acerca a ellos a paso lento, aguantando ese nudo en la garganta que poco a poco se tensa. David es el primero en ponerse de pie y recibe a su hermano, acto seguido Damián lo imita, cargando a Daniela en sus brazos. —¿qué te han dicho Diego? — Damián cuestiona a su hermano, esperando que de su boca salgan palabras de aliento y no la confirmación de lo que ronda por su mente. Diego se talla la frente con su mano, buscando las palabras menos dolorosas para darles la noticia a sus hermanos mellizos. —¡por favor Diego! ¡Dinos, qué es lo qué pasa! —esboza David, con voz desesperada. —lo siento chicos, pero mamá se ha ido— suelta con la voz temblorosa. Sus hermanos se quedan de pie, sin ningún tipo de reacción, solo con los ojos muy abiertos, y reaccionan hasta el momento que Dani, comienza a llorar, como si esa pequeña niña supiera lo que acaba de pasar. Las lágrimas de los tres hermanos se desbordan de sus ojos, recorriendo sus mejillas. —tranquila, Dani— susurra a su hermana. —Todo estará bien, pequeña— agrega David, con la voz entrecortada, acariciando el cabello miel, de su hermanita. —Ven aquí— Diego la tomó entre sus brazos y la aprieta a su pecho con cautela. Sus dos hermanos se unen a él, buscando en ellos mismos el consuelo que sus almas necesitan. Al día siguiente… Los tres chicos se preparan para el funeral de su madre, mientras que las personas empiezan a llegar. No estaban listos para mirar a nadie más, ni mucho menos recibir la lástima de la sociedad, de ser ahora cuatro huérfanos. Sin embargo, era algo que tenían que enfrentar. Los tres se visten con traje negro, incluso a Daniela le colocan un vestido del mismo tono de sus prendas. —¿Están listos?— Diego les cuestiona, como si hubiese forma de estar listos para enterrar a su mamá. Los mellizos se limitan a afirmar con un movimiento de cabeza. —Estaremos bien chicos, se los prometo. Antes de salir, toman un profundo respiro, buscando la fortaleza para enfrentar a la multitud que se amontona, en la sala de estar de su casa. Salen uno tras el otro, liderados por Diego, quien ahora se ha tomado muy en serio el papel del hermano mayor, y el ahora jefe de su familia, David, toma de la mano a Daniela y la guía fuera de la habitación. Los chicos se detienen de golpe, viendo desde arriba el ataúd de su madre, los puños de Diego se cierran a sus costados, alimentando cada vez más su ira. Mientras que Damián es el primero en querer enfrentar la situación y de enfrentar a la multitud que ha empezado a cuchichear, a comentar entre ellos la lástima que les produce ver a esos cuatro niños, sin sus padres. Los Brown Miller siempre han actuado en conjunto y solo vasta que uno de ellos dé el primer paso para los otros seguirle. Bajan las escaleras y al llegar al primer piso una mujer de edad avanzada se les acerca. —Lo siento mucho. —expresa la mujer. Una vez más, los chicos no saben qué palabras decir. Se limitan a mover la cabeza hacia adelante. —sobrinos— su tía Judith se acerca a ellos y toma a la pequeña Daniela en sus brazos. Los chicos siguen su camino hasta ese cajón metálico, de color blanco, que alberga el frío cuerpo de su madre. Al llegar frente a él, la observa, y no pueden fingir más, ser fuerte. Los tres chicos se desbordan en un mar de lágrimas, en sollozos desgarradores y en un dolor que crece cada vez más en sus pechos. —esto no se puede quedar así— jadea David, acariciando el cristal que se interpone entre su mano y su madre. —tenemos que encontrar a la culpable de tu muerte mamá—Damián se envuelve en el mismo sentimiento que sus hermanos —te juro que daremos con ella, te juro que la haremos pagar y arrepentirse de todo lo que te causo— Diego no puede más, no puede controlar ni pensar las palabras que salen de su boca. Mazatlán, Sinaloa, México. 27 de diciembre del 2007. Sofía detiene el coche que maneja, frente a una pequeña casa que aún se encuentra en obras, golpetea el volante de su Audi, una y otra vez, observando a través del cristal, mordisqueándose el labio inferior. Se quita las gafas de sol cuando ve a una pequeña niña salir de la casa, tomada de la mano de un hombre mayor, a quien se le ve que los años le han venido encima. El corazón de Sofía se acelera aún más cuando atrás de la pequeña niña y del hombre sale otro niño más grande corriendo, abrazando una pelota de fútbol, aferrándose a ella. Sofía ya no puede soportar más el impulso de bajar del coche y poder tener entre sus brazos a sus hijos. —¡papá!— exclama, al mismo tiempo que va bajando del coche. Alberto se detiene de golpe, mirando a esa chica con los ojos muy abiertos. —¿quién es ella abuelo?— pregunta la pequeña con su voz angelical. —¿quién soy?— Sofía se acerca a ellos, cuidando cada paso que da y al estar muy cerca de los niños, Alberto se interpone entre ellos. —¿qué es lo que quieres?— gruñe a la defensiva. —sabes qué es lo que quiero padre. —abuelo— habla una vez más la pequeña Lucia. Esperando una respuesta de su cuidador. —¿así que no saben quién soy? —Sofía se pone al mismo nivel que los dos pequeños. —a, a, a—niegan los dos niños. —¿jamás les has hablado de mí?— mira a su padre ofendida. Como si tuviera derecho de sentirse así. —¿con qué derecho me reclamas? Sofía lo ignora. —tú eres Lucia y tú Pablo— señala a los pequeños, dándoles un pequeño toque a sus narices. Lucia ríe y Pablo retrocede. —¿Cómo sabes nuestros nombres? —Lucía una vez más es quien toma la iniciativa. —porque nosotros no sabemos quién eres. —yo soy su mamá— les anuncia Sofía, sin darle importancia a la reacción de los pequeños. —¿mamá?— Pablo es quien ahora habla, frunciendo el ceño. —si mi vida, soy mamá y he venido por ustedes. —no puedes hacer eso Sofía —. Alberto de nuevo se interpone, tomando a Sofía del brazo y haciéndola incorporarse. —¿no puedo? Lamento decirte que yo soy la mamá y vengo decidida a llevarlos conmigo. —¿cómo te atreves a regresar así nada más y querer llevarlos? ¡Lucia ni siquiera sabía de tu existencia! —no sabía, porque tú así lo decidiste. Ellos van conmigo y si tú quieres también puedes venir. —jamás me iría contigo. —no seas ridículo padre, podrás dejar de trabajar y vivir tus últimos años de vida rodeada de comodidades. Tú decides, si te quedas en esta pocilga, pero ellos vienen conmigo. —¿a vivir de qué? ¿De una vida de lujos y de dinero mal habido? —Lo que tengo ahora, es a base de mis esfuerzos y de mis sacrificios, tú no sabes todo lo que tuve que vivir para poder conseguir esa vida que tú, como mi padre, jamás me podrías dar, porque no eres más que un pobre diablo. ¿Por qué crees que mi madre te abandonó? Alberto no puede seguir escuchando esas palabras de su hija, y del dolor que le causa, y sin pensarlo le voltea el rostro de una bofetada. —¡abuelo! —los chiquillos lloran, asustados. —perdónenme mis niños. —Alberto de inmediato se arrepiente, pues, jamás había usado la violencia frente a sus dos nietos, que ahora lo ven con horror. Sofía se lleva una de sus manos a su mejilla, para aminorar el ardor que siente que recorre hasta la sien. —no te queda otra opción que entregarlos, y si no lo haces por las buenas, lo haré por las malas —bufa Sofía, al borde de las lágrimas. —no puedo permitir que te los lleves Sofía, son mi vida, yo lo he dado todo por ellos desde el día que tú decidiste ir tras tus sueños— Alberto es el primero en hablar entre sollozos. Aferrándose a sus pequeños nietos, sintiendo un pinchazo en el pecho. —no seas cruel hija, tú puedes seguir con tu vida, mientras yo sigo con la mía, junto a ellos—. Una vez más, siente como otro pinchazo se incrusta en el lado izquierdo de su pecho siguiendo hasta su brazo. Cuando Sofía está a punto de contraatacarlo, Alberto lleva su mano derecha al lugar. —¡papá!— Sofía lo atrapa en el aire. —¡ayuda! —grita horrorizada. Es verdad que a Sofía solo le importa sus objetivos, y lo que ella quiere en la vida, sin importarle por encima de quién tenga que pasar, pero ese día, sintió como el alma se le desbarataba al ver a su padre perder la vida, y todo por su culpa. Tomó a los pequeños, quienes no paraban de llorar por su abuelo.