Se quitó el sombrero, y retirándose a un lado, dejó pasar a Emma. Después, como si de pronto le hubiera acudido a la mente una idea, se volvió hacia ella con precipitación y te dijo con voz agitada: —Perdonad, señorita, ¿tengo el honor de hablar con Emma Haredale? Emma se paró, bastante confusa al verse interpelada de una manera tan inesperada por un extraño, y respondió afirmativamente. —No sé por qué me figuré —repuso con una mirada que era un cumplido a su belleza— que no podíais ser otra. Señorita Haredale, llevo un nombre que no os es desconocido y que, perdonad que sienta por ello tanto orgullo como pesar, creo que suena agradablemente en vuestros oídos. Soy ya viejo como veis, y me llama padre el hombre a quien os dignáis distinguir con vuestra preferencia. ¿Puedo suplicaros, por