Apoyó la mano sobre una silla que había en el centro de la habitación y, cuando se disponía a dejarse caer en ella, mirando alrededor con recelo, se estremeció y la arrastró hasta colocarla tan cerca de la pared como pudo, y después se sentó. No se había cruzado ni una sola palabra. Sikes miraba de un lado a otro en silencio. Si los ojos de alguien se alzaban furtivamente y se encontraban con los suyos, se apartaban de inmediato. Todos se estremecieron cuando una voz ronca rompió el silencio. Nunca habían oído aquel tono de voz antes. —¿Cómo ha llegado ese perro hasta aquí? —preguntó. —Solo. Hace tres horas que llegó. —El periódico de hoy dice que han cogido a Fagin. ¿Es eso verdad? —Es cierto. El silencio volvió de nuevo. —¡Malditos seáis todos! —exclamó Sikes, pasándose la mano po