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Más que sexo

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Intimidad es más que actividad sexual. Es esa complicidad y compañerismo que compartes con esa persona, que llega a conocerte mejor que nadie.

Eso es lo que anhela Layla Abdo; una estudiante de arte que es flechada por su nuevo mentor, Ángel Lacroff. Un hombre solitario, misterioso y reservado. Él es un artista famoso que ya a sus treinta años se encuentra retirado y lleva una vida sencilla y sin nuevas aspiraciones.

Un desliz lleva a otro, hasta que sus cuerpos se hacen esclavos del deseo; pero lo que anhela uno no es lo que quiere el otro.

¿Logrará Layla tener más que sexo con él o tendrá que recorrer nuevos senderos?

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Introducción
En las calles movidas de la ciudad; allí, en aquella plaza donde yacen los indigentes o vociferan los vendedores de chucherías; las palomas hacen su recorrido en busca de alimentos; el humo de los vehículos contamina el ambiente y las voces se mezclan en forma de susurros mientras los transeúntes caminan de un lado a otro con prisa. Allí está él sentado en una banca. Todos los días desayuna el sándwich que prepara Don Víctor y comparte su comida con las palomas. Solitario, callado. Su gabán negro y largo le llega hasta las rodillas, debajo de este, un cuerpo trabajado es ceñido por una remera blanca. Lleva puestos unos tenis cómodos sin cordones, del mismo color de su gabán y pantalón de mezclilla. Su cabello negro y lacio está desordenado, por lo que le cubre parte del rostro cuando baja la cabeza, debido a que le llega hasta el final del cuello. Sus pestañas pobladas se fruncen cada segundo y sus labios rosados y carnosos siempre están cerrados y nunca sonríen. El señor Lacroff. Un hombre misterioso y reservado; de ojos grises y piel blanca, rostro simétrico que lo hace ver atractivo y una altura que es la envidia de los demás hombres. Sencillo, amante del arte, la lectura, los espacios abiertos y los animales. Prefiere la comida de la calle, preparada por gente sencilla a la extravagancia de los restaurantes. Hombre que escoge caminar por las calles o tomar el bus. No tiene un auto ni toma taxis. Él es raro, pero intrigante. Se ve tan inalcanzable, que las féminas lo admiran a distancia y se conforman con suspirar cuando él está presente, o, en su defecto, temblar cuando él pasa algunas palabras con ellas. Sí, nadie se atrevería a proponerle alguna indecencia porque él se ve recatado y demasiado serio. Lo observo de lejos y una sonrisa nerviosa se dibuja en mis labios. Mi cuerpo ya lo reconoce, por tal razón, se estremece mientras más me acerco. —Layla... —balbucea cuando estoy frente a él. —Señor Lacroff. —Me limito a decir. Sus ojos no expresan mucho y eso de alguna forma me hiere. —¿Seguirás con las lecciones? Digo, eres una profesional graduada ya. Me muerdo los labios. —Quiero seguir aprendiendo... —Su mirada traviesa me pone nerviosa. —Vamos, entonces. Él se levanta y tira el último bocado a las aves, que se arremolinan todas contra el pedazo de pan. Me entretengo mirando cómo se lo devoran y vienen más de ellas a buscar su parte. —Layla... —El señor Lacroff me saca del trance en el que me he sumido. Camino detrás de él como perrito fiel, que corre detrás de su amo mientras mueve la cola. El señor Lacroff tiene treinta años, pero se comporta como de cuarenta. Pese a su juventud, ha tenido muchas experiencias que lo han agotado de la lucha diaria y las metas. No tiene ambiciones ni un sueño; solo vive el día a día y disfruta las cosas simples, bueno, no solo lo simple. Él también tiene gustos caros y es refinado. Pero solo lo que conocen su nombre lo saben, mas las personas que lo ven en la calle lo confunden con alguien común. Llegamos a su casa que se encuentra en un vecindario de ricos. El silencio y la tranquilidad protagonizan este lugar, donde los vecinos ni se conocen. Me encanta esta casa. Está rodeada por la naturaleza y el canto de los pájaros te hace creer que estás en un lugar campestre. Es una casa de lujos antiguos, cálida y agradable a la vista. Su pintura es blanca sin ningún otro color y la madera fina resalta, asimismo, las pequeñas plantas en macetas. Muebles cómodos y que deben costar una fortuna le dan un aire sofisticado, y ni hablar del arte que protagoniza cada rincón de la vivienda. El señor Lacroff es un amante de las obras de los buenos artistas y su casa es una prueba de ello. Inés, la empleada de servicio, no está hoy. Ella viene tres veces a la semana a hacer la limpieza, cocina comida que guarda en el refrigerador y prepara el café más delicioso del mundo. —Inés vino ayer y dejó café. Puedes calentar y servirte, sé que amas su café —dice el señor Lacroff mientras apunta en dirección a la cocina. Dejo mi bolso en el sofá y me dirijo a donde se encuentra la bebida cafeinada. Caliento el café mientras como un poco de maní que encuentro en la mesa. Cuando está listo, sirvo dos tazas. —Señor Lacroff... —Le extiendo la taza y él la toma. Es inevitable, me pierdo en sus labios cuando saborean la bebida. El señor Lacroff me gusta mucho, pero yo no soy nada más que una estudiante recién graduada de artes plásticas, que buscó su ayuda para graduarme con honores, puesto que él es el mejor. Empecé a estudiar arte a los veinte años después de la muerte de mi madre. Ella era lo único que tenía y la razón por la que tuve que trabajar después de terminar la secundaria. Mamá estaba enferma y sus medicamentos eran caros. Ya no podía trabajar, por eso tomé su lugar e hice limpieza en casas de ricos. Dos años trabajé duro para mantenernos, dejando atrás mi sueño. Su muerte me devastó y temí mucho a la soledad, pero por lo menos pude empezar a estudiar en una universidad pública. Era tan buena, que un profesor me consiguió una beca y entré a una academia prestigiosa. Fue así cómo conocí a mi mentor y dueño de mis suspiros; un hombre que me ha enseñado más que arte. En su taller, me encuentro frente a un lienzo casi terminado, con él agachado a mi nivel y cubriéndome la espalda con su calor. Ya no lleva su gabán, así que la remera blanca está salpicada de colores. Sí, a él no le importa dañar su ropa. Su aliento cálido sobre mis oídos me eriza los vellos, asimismo provoca que mi corazón lata vehemente. ¿Por qué sus susurros son tan sensuales y embriagantes? ¿Cómo es que me he aferrado tanto en dos años? Lo conocí cuando tenía veintitrés, a los veinticuatro supe lo que era el placer de la carne gracias a mi mentor, pero él solo eso me puede ofrecer: sexo. —Ya no necesitas venir más. Conseguiré algunos contactos para ti, sé que, si te recomiendo, las galerías de artes se pelearán por contratarte. Me duele el corazón... —Reconozco que todavía me queda mucho por aprender; por favor, no deje de enseñarme. —Las lágrimas se me acumulan en los ojos y la voz me sale chillona. —Hice una excepción contigo al entrenarte, puesto que ya no quiero enseñar. Lo que te falta te lo dará la experiencia. —Pero... —Me muerdo el labio inferior—. Y... ¿lo otro? —Fue un error. Nunca antes había hecho esto con una discípula y me arrepiento. Viviré con esa culpabilidad y tú lo olvidarás pronto. Solo fue un desliz que terminará junto con tus lecciones. Hoy será nuestra despedida y, te prometo, que será muy buena. Aprieto los puños y contengo las ganas de llorar. ¿Por qué soy tan patética? Todo estuvo claro desde el principio. Solo jugaríamos de vez en cuando y todo terminaría junto con las lecciones. Estuve de acuerdo porque me gustaba mucho y la curiosidad sobre el sexo me ganó. Pero no estoy lista para decir adiós, siempre mantuve la esperanza de llegar a ser más que sexo para él, de que me quisiera. En el baño, me lavo los dientes y me echo agua en el rostro. Al mirarme en el espejo, descubro que mi cara no solo está mojada por el agua. ¿De verdad haré esto? ¿Correré deseosa a su cama y no volveré más? ¿Dejaré que me humille de esta manera? Tal vez deba recoger la poca dignidad que me queda y decir adiós de manera fría y sin tocarlo. Pero... Mi cuerpo tiembla del deseo por él. Sería la última vez que disfrutaría de sus besos y caricias. ¿Por qué no despedirme con placer? Agito la cabeza. Debo tener algo de orgullo y dejarlo con las ganas. Salgo del baño con pasos lentos y sin tomar una decisión. Lo primero que veo es su torso desnudo que me invita a lamerlo y tocarlo. Su mirada gris toma el tono del deseo y mi cuerpo se estremece al sentirme una pequeña presa, que está a punto de caer en la trampa de su depredador. —Ven aquí —pide mientras extiende su mano en mi dirección. Doy un suspiro y me muerdo los labios, puesto que aún no decido cómo me despediré.

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