Introducción
Sus ojos miran al cielo que se ha nublado; la brisa acaricia su rostro mientras ella admira las hojas ser levantadas por el viento.
Aquella tarde de otoño, pese a que luce melancólica, para ella es hermosa y digna de admirar. Siempre le ha llamado la atención los colores de aquella estación, con sus hojas secas sobre el suelo, donde sus hermanos juegan entre risas.
A ella también le gustaba rodar sobre estas, ser arropada por ellas y esconderse en las pilas que su madre reunía con la escoba.
Una sonrisa adorna su rostro ante el recuerdo. En el presente, ese comportamiento no es digno de una joven de diecisiete años, que pronto tendrá la edad para ser cortejada. Su padre, un hombre comerciante de jarras hechas de barro, ya ha hablado con varias familias decentes sobre su hija.
Suspira.
No se imagina siendo la esposa de alguien, mucho menos teniendo niños. Por lo menos no dentro de unos años, tres al ser específicos, que es la edad idealizada en Raeti para una mujer contraer matrimonio. Con el amargor de aquella realidad cubriendo su pecho, decide entrar a ayudar a su madre con la cena.
—Pronto vendrá a visitarnos el hijo mayor de los Rubietes —dice su madre con una sonrisa alusiva mientras sirve la cena. Ella, por su parte, se queda en silencio; pese a que la idea la aterra, saber que un chico vendrá a conocerla le emociona un poco.
—Roy es un chico trabajador y de buena educación. Está emprendiendo junto a su padre y, para cuando cumplas la edad requerida para casarte, estará en buena posición y será capaz de darte una vida cómoda. —Su padre fanfarronea antes de morder un muslo de pollo. La chica no responde. No tiene caso negarse, como tampoco fingir que le interesa el asunto. Al fin y al cabo, su deber es obedecer la decisión de sus padres sobre su inminente matrimonio.
—¡Niños, compórtense! —increpa la señora de la casa, como respuesta al mal comportamiento en la mesa de parte de los pequeños gemelos. La joven observa a sus hermanos con una sonrisa en los labios. Pese a que los pequeños son traviesos e inquietos, ella los ama y protege como a su más preciado tesoro. En realidad, toda su familia lo es. La calidez de su hogar la mantiene feliz y cómoda, por tal razón, saber que dentro de unos tres años tendrá que formar su propia familia, le provoca una tristeza intensa.
—Adelaida, ¿nos contarás un cuento? —dice el pequeño Rafa sentado sobre la cama que comparte con su gemelo, quien ya se encuentra acostado y arropado.
—Por supuesto, pero debes acostarte y arroparte, justo como lo ha hecho Doni.
Después de hacer un puchero que denota su desacuerdo, el pequeño se acuesta y arropa de mala gana. Adelaida muerde sus labios para no reírse; de los dos gemelos, Rafa es el más travieso y rebelde, y quien siempre cuestiona las reglas.
—"Érase una vez, una familia de conejos. Ellos vivían muy felices en su madriguera comiendo zanahorias..."
—¡Guácala! —exclama el pequeño Doni.
—¡Pero si las zanahorias son deliciosas y nutritivas!
—A mí no me gustan —replica Rafa—. Mejor haz que coman carne y arroz.
La chica entorna los ojos antes de negar.
—Los conejos no comen carne. Es mi cuento, haz silencio y escucha. —El pequeño se cruza de brazos mientras hace un mohín en desacuerdo. Ella, por su parte, continúa su relato:
—"Un día, un cazador malo atacó a la familia. Todos huyeron, pero se perdieron en el bosque. Entonces hicieron una promesa en el viento: Haremos hasta lo imposible por buscarnos y encontrarnos. Y este será nuestro código: Lailif roma".
La joven detiene su relato al percatarse de que los chicos se han quedado dormidos. Termina de arroparlos y les besa la frente. Después de contemplarlos con fascinación por varios segundos, se dirige a su habitación a descansar.
***
El escándalo y los gritos abruman su sueño. De un respingo salta de la cama con el pecho agitado. ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué tanto ruido?
—Entren a su habitación y escóndanse —masculla su padre como si temiera ser oído. Sus hermanos corren al regazo de su madre, totalmente asustados. El temor se aferra a su pecho, al ver a su padre sacar un machete. Los ruidos y gritos procedentes de afuera la ponen alerta.
—¡Escóndase con nosotros, padre! —Se tira de rodillas delante de él. Temblores azotan su cuerpo y las lágrimas son incontrolables.
Él se abaja a su nivel y toma su mentón con delicadeza, su mirada llena de amor le provoca más dolor en el pecho.
—Es mi deber proteger a mi familia y luchar por nuestra aldea. Adelaida, te estás convirtiendo en una mujer fuerte y sabia. Si yo les falto, tú sabrás guiar a nuestra familia. No permitas que los separen, y si llegase a suceder: “Lailif roma”.
Un beso en la frente es el último gesto de afecto de parte de su padre, quien atraviesa la puerta de madera lleno de determinación y valentía. Ella se levanta luchando contra el llanto. Entonces guía a su madre y hermanos en dirección al taller de su padre, que se encuentra en el patio.
Con sigilo y sollozos silenciosos, se encaminan apoyados por las penumbras, escondiéndose detrás de la pared cuando algún rufián pasa por allí. Cuando el lugar se queda solo, ella toma a Rafa sobre su regazo y su madre a Doni; ambas corren en dirección al taller, buscando ese refugio que les salvará la vida. Una vez adentro, aseguran el lugar y buscan un escondite seguro. Las dos mujeres empiezan a quitar jarras de barro, entonces entran a los niños en un pequeño armario y vuelven a cubrir con jarras. La madre guía a la chica a esconderse debajo de una tela gruesa que yace en el terroso suelo.
Una vez sus hijos están ocultos, abre la puerta despacio, tratando de que ellos no noten su huida. Pese a que su esposo fue escogido por su familia, ambos quedaron enamorados durante el cortejo. Formando una familia como fruto de un intenso amor. Por tal razón, no podía evitar la necesidad de ir por él. De ayudarlo si fuese necesario.
Con el sudor y las lágrimas picando en su piel, toma una tabla ancha y un poco pesada, antes de dirigirse en dirección donde su marido lucha junto a los demás aldeanos.