Marianela ni el doctor hablaron del beso que se dieron en los cafetales. No hubo ni una palabra de regreso a la hacienda y mucho menos en los días por venir. Sin embargo, el beso no pasó desapercibido, para nada, pero por ambos fue vivido y revivido en privado.
El doctor, soñaba con el beso, con las caricias y las miradas de su esposa. Pasaba noches pensando en el momento, en ese preciso instante, cuando los dos, de alguna manera, hicieron las paces.
Había sido un largo camino, lleno de desencuentros y malentendidos, pero, al parecer, todo se estaba acomodando para que llevaran una relación, por lo menos, armoniosa. Puede que Marianela y él se hayan casado por una alianza, un matrimonio que los beneficiaba a los dos. Sin embargo, después de ese beso, sabía que las cosas podrían tomar otro camino.
El beso en los cafetales, un fugaz encuentro en medio de la vasta extensión de cultivos, cambió algo en el aire entre ellos. Fue un instante de pasión y complicidad que les recordó que no eran inmunes a la compañía del otro.
Las noches del doctor se poblaron de sueños en los que él y Marianela volvían a ese lugar entre los cafetales. Visualizaba el beso con todo detalle, las caricias tiernas y las miradas apasionadas que habían compartido. Soñaba con un futuro en el que esos momentos no fueran solo recuerdos, sino una realidad cotidiana.
Este beso, tan silencioso, pero tan lleno de significado, guardaba una chispa, un atisbo de amor que estaba latente, esperando a ser avivado. Y aunque el camino hacia una relación armoniosa aún tenía obstáculos, ese beso les había mostrado una nueva posibilidad.
El doctor sabía que no podía forzar nada, que debía dar tiempo al tiempo. Pero eso no le impedía fantasear, sentirse vivo y por primera vez, con la posibilidad de tener algo más que una compañía que llegara con él hasta sus últimos días.
Marianela, por su lado, guardaba todo lo que sentía dentro debido a sus circunstancias como reciente viuda y por la memoria de su difunto marido; en pocas palabras, sentía que lo había traicionado.
El beso del doctor había despertado en ella una mezcla tumultuosa de sensaciones y sentimientos que no sabía cómo sobrellevar. Quería permitirse fantasear, pero al mismo tiempo, no lo deseaba, ya que no era considerado apropiado para una señorita de su clase.
No obstante, en sus sueños, Marianela se sentía libre, sin las ataduras sociales o la culpa que la perseguían en la vigilia. En ese mundo onírico, el beso del doctor era el episodio más recurrente y placentero, y no le molestaba lo más mínimo. Todas las noches, desde aquel suceso en los cafetales, Marianela sentía el cálido aliento de su marido difunto sobre su cuello, erizándole la piel. Le parecía percibir sus manos fuertes tomando las riendas, mientras sus dedos rozaban delicadamente su cintura.
En sus sueños, recordaba vívidamente la mirada esmeralda de su esposo, llena de pasión y compasión. Sus labios carnosos y la calidez de su cuerpo. Y, sobre todo, ese beso que la hizo vibrar y que resonaba en su mente como un recuerdo imborrable. Jamás en la vida la habían besado de una manera tan apasionada y profunda, y la sensación de ese beso la acompañaba incluso en el mundo real, como un eco de la pasión que había experimentado en un momento inesperado entre los cafetales.
No obstante, ambos eran personas de orgullo fuerte y, en ocasiones, testarudos. Cada mañana, al despertar, se esforzaban por aparentar que nada los había afectado, aunque sus miradas y acciones lo decían todo.
Marianela, en esta nueva etapa, comenzó a despertarse temprano y esperaba a que su esposo regresara de los cafetales para disfrutar del desayuno juntos, justificándolo como una manera de ahorrar tiempo debido a su creciente carga de trabajo en la hacienda.
Finalmente, el doctor permitió que Marianela se encargara de reparar y renovar la bodega, asignando a algunos peones para ayudarla y poniéndolos específicamente a su disposición, incluso le entregó las llaves del cofre de la oficina donde se guardaba el dinero. Le dijo que podía utilizar los recursos necesarios para llevar a cabo estas mejoras.
Este nuevo capítulo en su relación también se manifestó en pequeños gestos. Comenzaron a aparecer flores frescas, cortesía de Rafael Guerra, en la habitación de Marianela y en diferentes rincones de la casa. Además, Marianela notó la incorporación de menús especiales, velas aromáticas en el baño y los paseos juntos alrededor de la hacienda, bajo el pretexto de "supervisar" que todo estuviera en orden con los peones.
El lenguaje de este amor incipiente no requería de palabras, pues se expresaba a través de sus acciones, miradas y atenciones mutuas, envolviéndolos a ambos en un cortejo inesperado.
Sin embargo, este cortejo no los mantenía ajenos a la cruda realidad que se vivía en el país, y constantemente les recordaba que en cualquier momento algo podía suceder.
Los acontecimientos relacionados con la independencia del país se acercaban día a día, como las sombras de los dos volcanes, y esto resultaba en una carga de trabajo sin precedentes para el doctor Guerra. Su clínica estaba abarrotada de personas inocentes: mujeres, niños y hombres que habían sacrificado mucho para defender lo suyo.
El hambre y la escasez se habían convertido en parte de la rutina, por lo que los asaltos en los caminos y los robos a las casas eran tan habituales que ya no causaban alarma, aunque las heridas infligidas en cada uno de estos incidentes se volvían cada vez más profundas.
Marianela y Rafael eran conscientes de que vivían en tiempos peligrosos y que debían estar preparados. Impulsado por su nuevo estatus, Rafael decidió que su esposa debía aprender a defenderse en caso de que ocurriera algo inesperado.
Así que, una vez más, el doctor regresó temprano, se cambió de ropa y fue hacia la bodega, donde Marianela ahora pasaba la mayoría del tiempo acomodando todo. Cuando entró, vio a los peones tratando de abrir una puerta que estaba escondida detrás de una gran capa de polvo.
⎯¡Venga, con fuerza! ⎯Les animaba Marianela, mientras ella se mantenía alejada del polvo, aunque su vestimenta decía lo contrario.
Tenía la blusa de algodón y la falda, completamente manchadas, como testigos mudos de su jornada de trabajo incansable. El algodón, antes de un blanco inmaculado, estaba ahora teñido con tonos terrosos y sombras de sudor, polvo y esfuerzo.
Las manchas en su rostro y las marcas en sus manos eran recordatorios visibles de su laboriosa rutina. La piel, en un momento suave y limpia, estaba ahora adornada con el rastro de su labor. Había salpicaduras de tierra, algunas manchas oscuras de quemaduras menores, y, en sus manos, surcos de suciedad impregnada en las líneas de sus palmas.
A pesar de la suciedad y el agotamiento, su mirada seguía siendo fuerte y llena de determinación, además de que su belleza no quedaba opacada tras ellas, incluso, el doctor concluyó que así, Marianela, se veía aún más hermosa, por lo natural que se encontraba.
⎯¿Todo bien? ⎯preguntó el Doctor, sobresaltando levemente a su esposa.
Marianela, con rapidez, se limpió con un trapo la cara y se sacudió la blusa discretamente. Después, volteó a ver a su marido y le sonrío levemente.
⎯Sí, ya casi termino. Lo que pasa es que había una puerta detrás de los tablones de las semillas y no la podemos abrir, al parecer, está sellada.
⎯Tal vez porque no debe ser abierta. ⎯Concluyó el doctor.
Luego, se aproximó a su esposa y extrajo un pañuelo de su bolsillo. Con la libertad que ahora se permitían, Rafael limpió la mejilla de Marianela mientras ambos se sostenían la mirada. Rafael no tenía conocimiento de ello, pero ese gesto era el favorito de su esposa. Por otro lado, Marianela desconocía que el roce de su piel era lo que más anhelaba Rafael en todo momento. Era un instante cargado de cariño y conexión que ambos compartían, y que transmitía más que las palabras podían expresar.
⎯Tenías un poco de ceniza en la mejilla. ⎯Se justificó al terminar.
⎯Gracias ⎯contestó en un murmullo. Después, cuando las mejillas cambiaron de color rojo al de su piel morena, Marianela preguntó⎯: ¿Qué haces temprano aquí?
⎯Vine por ti, iremos a hacer algo.
⎯¿Hacer qué? ⎯Inquirió ella, nerviosa.
Rafael sonrío.
⎯¿No confías en mí?
⎯Sí, pero…
⎯¿Pero qué? ⎯Se acercó peligrosamente a Marianela y ella sintió que su corazón se aceleraba⎯ ¿A caso te he dado motivos para no hacerlo?
⎯No, claro que no ⎯contestó ella, recuperando su carácter⎯. Lo que pasa es que estoy muy ocupada y me gustaría saber si regresaré a tiempo para ver la puerta abierta.
⎯Te sugiero que la dejes así, Marianela. A veces hay que dejar un poco de misterio en las cosas. Mejor vamos, que se nos hace tarde y no quiero que la noche caiga lejos de la hacienda.
⎯¡Déjenlo, muchachos! ⎯dijo Marianela, con voz de mando⎯, mañana seguimos intentándo. ⎯Acto seguido, volteó a ver al doctor y sonrío coqueta ⎯. Soy un poco necia.
Él sonrío.
Ambos salieron de la bodega y caminaron hacia la casa grande. Marianela quiso subir las escaleras para irse a cambiar de ropa, pero el doctor la tomó de la mano y se lo prohibió.
⎯No, no vayas… así estoy bien.
⎯Pero es que… ⎯habló nerviosa Marianela, mientras temblaba al contacto con su marido⎯. Estoy sucia y huelo a sudor y yo…
⎯No importa, es normal.
⎯Pero…
⎯Créeme, Marianela, he olido peores cosas. Ven, que se nos hace tarde.
Marianela le hizo caso y soltándose de la mano, con cuidado. Lo siguió hasta la puerta para tomar el caballo y, una vez más, subirla con un solo movimiento. De nuevo, ambos se encontraban cabalgando hacia alguna parte de la hacienda, esta vez, un poco más curiosos de lo que podía pasar.
⎯¿A dónde vamos? ⎯le preguntó ella, cuando ya habían salido de las puertas de la hacienda.
⎯A un lugar más solitario…
⎯¿Para qué? ⎯preguntó nerviosa.
El doctor se río bajito.
⎯¿Qué?, ¿piensas que te haré algo? ⎯le murmuró al oído, con esa voz profunda y grave que tenía.
⎯Yo… ⎯trató de hablar Marianela.
⎯¿Tú? ⎯preguntó Rafael con un matiz de curiosidad en su voz.
⎯Solo es una pregunta. ⎯Marianela respondió, tratando de mantener un tono tranquilo.
⎯Y te estoy respondiendo, ¿crees que te haré algo malo? ⎯Rafael miró a su esposa con una mezcla de sorpresa y preocupación.
⎯No lo sé… los hombres siempre son impredecibles ⎯respondió ella, jugando un poco con la idea, pero también revelando una cierta inquietud.
⎯¿Impredecibles? ⎯Rafael arqueó una ceja, interesado en la perspectiva de su esposa.
⎯Sí… ⎯Marianela asintió lentamente, pensando en cómo expresar sus pensamientos⎯. A veces, simplemente no sabemos qué esperar de ustedes.
⎯Entonces, ¿si nosotros somos impredecibles, qué dirías de las mujeres?⎯Rafael preguntó, con atención y una sonrisa intrigante, como si disfrutara de la conversación.
Marianela se quedó pensativa por un momento, evaluando sus palabras.
⎯Creo que las mujeres somos… resilientes. A veces, somos como el viento, cambiantes pero fuertes, capaces de adaptarnos a cualquier circunstancia.
Rafael asintió, pareciendo satisfecho con la respuesta.
⎯Interesante perspectiva.
Marianela sonrió.
La conversación ligera entre ellos era una muestra de la intimidad que habían desarrollado, donde podían hablar de temas diversos, desde lo cotidiano hasta lo más profundo, y siempre encontraban una manera de entenderse mutuamente.
Finalmente, llegaron a un valle amplio, con una vista maravillosa que, con el cielo a punto de obscurecerse, se veía aún más hermoso. Rafael ayudó a bajar a Marianela, y después, se bajó él para tomar el rifle que traía al costado del caballo y algunas municiones.
⎯¿Qué pasa? ⎯preguntó ella, algo alarmada.
⎯Te enseñaré a disparar ⎯le comentó él, cargando el rifle⎯. Pasas bastante tiempo sola en la hacienda y en caso de que lleguen a asaltar la casa no te podré defender, así que necesito que sepas lo básico para defenderte sola.
Marianela sonrío. Se le hizo tierno que Rafael pensara en cómo protegerla y porque también le hacía gracia que él pensara que no sabía.
Entonces, Rafael se acercó y con paciencia le explicó como cargar el rifle, encender mecha y poner la munición para después apuntar y disparar.
⎯Ves, así de fácil.
⎯Vaya ⎯contestó Marianela ⎯mientras observaba.
⎯¿Crees poder hacerlo? ⎯preguntó con ternura.
Marianela, tímida, asintió con la cabeza y tomó el rifle entre sus manos. Fingiendo que no sabía cómo cargar la pólvora y encender la mecha, dejó que las manos del doctor la guiaran.
⎯Debes disparar a aquel árbol y tratar de atinarle, ¿me entiendes? ⎯le explicó el doctor, mientras le hablaba al oído, ya que la estaba ayudando a cargar el pesado rifle.
⎯Está bien ⎯ contestó Marinela.
El doctor se alejó y después, con una seguridad increíble, Marianela levantó el rifle y con una facilidad nunca antes vista disparó sin miedo, atinándole no solo al árbol, sino al centro del tronco, sorprendiendo a Rafael.
Después, volteó a verle y le sonrío.
⎯Supongo que las mujeres también pueden ser impredecibles, ¿no es así?
Rafael se río bajito.
⎯Debí suponerlo.
⎯Soy hija de un general y estuve casada con uno… esta mujer sabe manejar sus armas⎯. Afirmó.
El doctor se acercó a ella y sin poder evitarlo le dijo:
⎯¿Qué otras armas sabes usar, Marianela? ⎯Y diciendo esto, le quitó el rifle de las manos y lo aventó al pasto.
Después, él la rodeó con su brazo, tomando con firmeza su cintura, y notó que ella se mostraba nerviosa, reflejado en su gesto de tragar saliva. Era evidente que el doctor, al observar a Marianela reaccionar de esa manera, había despertado en él una serie de sensaciones que, en ese momento, le resultaba difícil controlar. A Marianela le embargaba la incertidumbre, sin estar segura de si deseaba que él continuara o no.
⎯Solo los rifles y una que otra pistola ⎯contestó, con un tono inocente.
⎯¿Estás segura de que solo esas armas? Porque entonces no comprendo por qué me siento tan atraído por tus ojos. Esas son tus verdaderas armas mortales ⎯recitó con una sonrisa pícara.
Marianela se sonrojó ligeramente ante el halago, mientras sus ojos brillaban con una mezcla de sorpresa y coquetería. Era un juego de seducción que ambos estaban disfrutando, y cada palabra, cada mirada, solo aumentaba la tensión y la complicidad entre ellos.
⎯¿El doctor ahora es poeta? ⎯preguntó ella bajito, mientras su corazón latía rápido.
⎯Puedo ser lo que desees, solo es cuestión de que me convenzas… ⎯habló.
Marianela levantó el rostro y sus rostros quedaron tan cerca que podían tocarse con cualquier movimiento. Una vez más, la tensión creció entre los dos, las ansias se apoderaron de sus cuerpos y sabían cuál era el paso siguiente. Lo esperaban con ansias después de semanas pensando en eso.
⎯Marianela… ¿me deseas? ⎯ preguntó el doctor.
Ella pasó saliva y tomó aire. La pregunta del doctor la tomó por sorpresa. A pesar de la creciente tensión entre ellos, hablar abiertamente de sus deseos era un territorio desconocido y arriesgado. Sus miradas se encontraron en un instante de silencio cargado de anticipación.
Finalmente, Marianela encontró el coraje para responder, aunque con voz suave y entrecortada:
⎯ Yo…
“¡Patrón!”
Se escuchó un grito a lo lejos, interrumpiendo el momento entre Marianela y el doctor.
Rafael volteó de inmediato, para ver a Jacinto cabalgando hacia él.
⎯¿Qué pasa? ⎯preguntó, algo molesto.
⎯¡La clínica!, los bandoleros llegaron al pueblo y le están encendido fuego a varios lugares, entre ellas la clínica.
⎯¡La clínica está en llamas! ⎯expresó Rafael, alarmado.
⎯¡Sí!, ¡están evacuando a los enfermos y están tratando de apagar el fuego a cubetazos!
⎯¡Vamos!
⎯¡Yo voy! ⎯expresó Marianela de inmediato.
⎯No, tú te quedas en la hacienda.
⎯No, yo voy… yo puedo ayudar. Mi papá me enseñó algo de curación y puedo ayudarte… ¡Llévame! ⎯le pidió, con firmeza.
Rafael asintió con la cabeza, y con una mano subió a Marianela al caballo, para ambos salir a todo galope hacia el pueblo, dejando una pregunta sin respuesta en aquel valle.