Desde que tengo memoria, hay algo que me acompaña. No puedo nombrarlo del todo —no sé si es una sombra, un recuerdo o una presencia que flota entre los segundos más frágiles de mi vida— pero lo cierto es que siempre aparece en los momentos clave. Como si velara por mí en secreto. Como si me observara cuando nadie más lo hace.
Hoy estoy sentada en el suelo de mi habitación, con las piernas cruzadas sobre la alfombra que ya conoce mi forma. Frente a mí, una caja cubierta de polvo, repleta de lo que alguna vez fui. Dentro, guardé un objeto por cada año que marcó mi vida. Uno por cada pedazo de historia que me sostuvo o me quebró.
El primer objeto que saco es una muñeca de trapo. Las costuras están flojas, una pierna parece más corta que la otra, y sin embargo… sigue teniendo esa expresión dulce que tanto me consoló. Fue mi compañera silenciosa durante mis primeros seis años. Dormía conmigo, iba a la escuela conmigo. Me seguía a donde fuera, como si su único propósito fuese no dejarme sola.
La dejo a un lado con cuidado, como si aún respirara.
Después, mis dedos rozan un par de zapatos pequeños con un moño blanco en cada punta. Están desgastados por el tiempo, pero cuando los sostengo entre mis manos, sonrío. Ese fue el año en que lo vi por primera vez.
Siete años.
Recuerdo cómo salté de la cama, con una emoción que me llenaba el pecho y me hacía caminar de puntitas. Me puse mi vestido favorito —uno con tul en las mangas— y cambié los zapatos de moño azul por estos, los blancos. Eran especiales. Eran para algo distinto.
Corrí escaleras abajo y encontré a mamá en la sala. Sonreía con dulzura, como si mi entusiasmo le contagiara algo de luz.
—¡Mami, mami! —grité mientras tomaba impulso hacia ella—. ¿Ya nos vamos?
—Sí, nena —me respondió, y su mano cálida envolvió la mía mientras salíamos hacia el parque más cercano.
A pocos pasos de la entrada, la solté.
Corrí.
El viento me cortaba el rostro y me hacía reír. Me dirigí directo a los columpios, como si no existiera más mundo que ese pedazo de metal suspendido. Me balanceaba alto, muy alto, y el aire me despeinaba con violencia. Fue ahí, en medio de ese vaivén, donde la vi. Una mariposa blanca, flotando frente a mí como un secreto.
Me detuve. Me bajé. La seguí.
Giré el rostro un segundo: mamá estaba hablando con otras personas, distraída. No me veía.
Era mi oportunidad.
La mariposa danzaba entre las ramas, y yo detrás, con la respiración agitada, intentando atraparla sin hacer ruido. Estaba a punto de extender las manos cuando el mundo se abrió frente a mí.
Un hoyo. No lo había visto.
—Oh no…
No hubo tiempo. No hubo forma de frenar.
Cerré los ojos, preparándome para el golpe.
Pero no cayó el suelo. Cayeron unos brazos.
Me aferré a ellos sin pensar. Eran firmes, seguros. Casi irreales.
Tardé unos segundos en abrir los ojos, como si temiera que todo fuera un sueño. Y cuando lo hice, lo primero que vi fueron los suyos: cafés, oscuros, inmóviles. Me observaban con intensidad. Como si ya me conocieran. Como si me hubieran estado esperando.
—Gracias… —susurré, con la voz entrecortada.
Él sonrió, apenas.
—Tienes que tener más cuidado, Melissa.
Me congelé.
¿Melissa?
Giré el rostro, confundida.
—¿Sabes mi nombre?
Sus labios se curvaron en una sonrisa contenida.
—Claro que sé tu nombre, Melissa.
Me bajó con delicadeza, como si yo fuera algo frágil. Algo valioso.
Entonces extendió su mano. Sobre su palma, la mariposa que había seguido se había posado como si todo estuviera calculado.
—Aquí está —dijo con una voz suave, casi melancólica.
Me incliné para verla. La criatura agitó sus alas lentamente antes de volver a volar.
—Es hermosa… —murmuré.
—Son criaturas magníficas —dijo sin despegar los ojos de mí—. Tienes que tener más cuidado, pequeña.
Asentí, aún sin comprender del todo lo que pasaba.
Él suspiró.
—Es momento de irme.
—Está bien —respondí, bajando la mirada hacia mis zapatos, ahora manchados de lodo.
Antes de marcharse, me miró una vez más. Su voz fue apenas un susurro, pero me atravesó como un presagio:
—Adiós, Luna.
Y se fue.
Me quedé ahí, en silencio, con el corazón palpitando como si acabara de ver algo que no debía.
Volví a donde estaba mamá, que seguía charlando con sus amigas. Cuando me vio, su rostro se iluminó.
—¡Mami! —le grité desde lejos—. Hice un nuevo amigo.
—¿Ah sí? —preguntó, divertida—. ¿Y quién es ese nuevo amigo, amor?
—Es muy alto y tiene ojos color café —respondí sin dudar.
—¿Y cómo se llama?
Me detuve. La sonrisa se me apagó.
—No… no sé su nombre.
—Está bien, Meli —dijo, acariciándome el cabello—. Vamos a casa.
Mientras caminábamos de regreso, volteé hacia el parque. Esperaba encontrarlo. Aunque fuera de lejos. Aunque solo fuera un rastro de él.
Pero ya no estaba.
Actualidad
Reí en silencio. No era una risa alegre, sino esa clase de risa suave que uno suelta cuando un recuerdo te toca por dentro, aunque no puedas explicar por qué. Dejé a un lado los zapatos de moño blanco y, entre papeles y fragmentos de mí, apareció un cono de helado de papel, doblado, desgastado por los años. Apenas un pedazo de cartón sin forma, pero al tocarlo, todo volvió.
Diez años.
Me miré en el espejo con la ansiedad feliz de una niña que empieza a sentirse dueña de su mundo. Me puse mi chamarra rosada con puntos blancos —esa que me hacía sentir valiente, aunque fuera solo tela— y bajé las escaleras. Mamá cocinaba. El aroma del hogar, caliente y seguro, lo cubría todo.
—Mamá… ¿puedo salir a comprarme un helado? —pregunté, con esa mezcla de dulzura e insistencia que ya había perfeccionado.
—Claro que sí, mi amor, pero ve con mucho cuidado, ¿sí? —respondió mientras buscaba en su bolso.
Cuando me ofreció dinero, mis ojos se iluminaron.
—¡Sí, por favor, mami!
Me entregó un par de monedas y una advertencia envuelta en amor.
—Media hora, Melissa. Ni un minuto más.
Rodé los ojos.
—No me ruedes los ojos. Si no llegas a tiempo, se acabaron las salidas.
—Lo prometo, volveré.
Le sonreí una última vez, como si pudiera enmarcar ese instante, y crucé la puerta.
El cielo estaba gris, y al salir, una gota fría cayó en mi nariz. Me puse el gorro. No era una tormenta… pero el aire tenía algo. Como si presintiera que el día no sería tan normal como parecía.
Caminé rápido. La heladería se alzaba al final de la calle como un castillo moderno con puertas que aún me costaba abrir. Me acerqué, estiré los brazos… y no alcancé. Frustración. Orgullo herido. Justo cuando estaba a punto de rendirme, la puerta se abrió desde dentro.
Y ahí estaba él.
Otra vez.
El mismo chico alto. El mismo aire ausente en su mirada, como si viniera de otro sitio. Otra línea del tiempo.
—Pasa —me dijo, con una sonrisa leve.
—Gracias. Perdón… soy muy pequeña —dije con torpeza. El aire acondicionado me golpeó la cara, y un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—No tienes por qué disculparte. Todos lo somos, de una forma u otra —respondió. Su voz era suave, pero escondía algo. Dolor, tal vez. O conocimiento.
Mis mejillas ardieron, no por vergüenza, sino porque algo en él me desarmaba sin querer.
—Bueno… con permiso —murmuré mientras caminaba hacia la barra, pero su mano me detuvo. No fue brusco. Fue… intencionado.
—Yo te invito.
Lo miré, desconcertada.
—¿En serio? Ya me ayudaste, no tienes por qué.
—Quiero hacerlo —dijo con una firmeza serena.
Nos acercamos a la caja. Anthony nos recibió con una sonrisa de complicidad. Era mi vecino desde siempre. Mayor. Protector. Pero esa etiqueta de “hermano mayor” siempre me quedó incómoda.
—Buenos días, señorita —dijo guiñándome un ojo—. ¿Qué se te antoja?
—Uno de vainilla, por favor —contesté con una sonrisa. Luego miré de reojo al chico que me acompañaba. Sus manos estaban cerradas en puños. Tensas.
Anthony lo miró.
—¿Y tú?
—Nada. Solo acompaño a esta pequeña —respondió, frío, con una mirada que parecía demasiado adulta para su edad.
Anthony asintió y se retiró a preparar el helado.
Intenté sacar el dinero de mi chamarra, pero él me lo impidió.
—Te dije que era mío —susurró, mirándome con esa intensidad que volvía a dejarme sin palabras.
Cuando Anthony regresó, me extendió el helado con una sonrisa casi cómplice.
—Aquí tienes, Meli. Como te gusta.
Lo tomé. Estaba frío, pero mis manos temblaban.
—Gracias —le dije a Anthony, y luego volví la vista al chico—. Y gracias también a ti.
Me acerqué. La distancia entre nosotros era apenas un respiro. Me puse de puntitas y besé su mejilla. Fue rápido. Inocente. Pero algo en su expresión se quebró por un segundo.
—Adiós.
Salí, pero antes de cruzar por completo la puerta, volteé. Él seguía ahí, inmóvil, observándome. No con ternura, no con sorpresa. Sino con una intensidad tan profunda que me hizo estremecer.
Actualidad
Volví al presente como si emergiera de un sueño.
Ese día, Anthony me confesó entre risas que el chico, después de pagar, lo miró con una expresión tan cortante que prefirió no decir nada más. Como si su sola presencia le incomodara. Como si lo conociera. Como si lo detestara.
Seguí hurgando en la caja. Saqué más objetos. Papeles, boletos, pequeños adornos de años pasados. Todo parecía más superficial, menos relevante. Hasta que, casi escondida en el fondo, encontré una carta. Pequeña. Doblada con cuidado. Al abrirla, un pétalo de rosa marchito cayó sobre mi regazo.
La tinta era mía. El trazo, también.
Una frase estaba escrita con pulso firme:
“Una separación de cualquier ámbito, nos ofrece una nueva oportunidad en la vida.”
Quince años
Bufé al salir del restaurante. El frío de la noche no calmó el ardor en mi pecho. Anthony, una vez más, me había dejado esperando. Cuarenta minutos frente a una mesa vacía. Y al final, solo un mensaje.
“Estoy en unos asuntos difíciles, perdón. Mañana paso por ti y vamos a comer algo… yo invito. Te adoro.”
Lo leí una vez. Dos. La tercera ya no era por comprensión, sino por rabia. Grité en plena calle. Una rabia muda, ardiente. Las lágrimas bajaron sin permiso. No eran de tristeza. Eran de hartazgo.
Sabía lo que ese mensaje quería decir. Siempre lo supe. Él nunca me vería como yo lo veía a él.
A los trece le dije lo que sentía. Pensé que era valiente. Pensé que sería suficiente.
“Eres una niña, Meli. Aunque lo quisiera… no podría.”
Desde entonces, fingí. Me hice su amiga. Su sombra. Su refugio. Me acostumbré a esconder mi deseo detrás de sonrisas forzadas.
Y lo odiaba.
Esa noche, perdida entre calles que antes conocía de memoria, me detuve. Oscuridad. Vacío. No sabía dónde estaba.
—¿Te perdiste?
La voz emergió desde la sombra. Grave, serena.
Me giré con el corazón a punto de estallar… hasta que lo vi. Había algo en él. Algo que no sabía si temer o seguir.
—¿Nos conocemos?
—Desde hace más de lo que recuerdas.
La respuesta me heló la sangre.
Quise irme, pero él no se acercó. Solo señaló una calle.
—Tu casa es por ahí.
Era cierto. Lo sabía.
—Gracias…
—¿Te acompaño? Es tarde.
—No hace falta…
—No quiero que te pase nada —dijo. Pero no fue una frase amable. Fue una promesa que sonó a amenaza para cualquiera menos para mí. A mí me dio paz.
Asentí. Caminamos.
El silencio entre nosotros no era incómodo. Era denso. Cargado. Lo miré de reojo. Alto. Fuerte. Con ojos color miel que no eran dulces, sino afilados.
—¿Te parezco interesante? —preguntó sin girarse.
—No lo dije…
—Pero lo pensaste.
No respondí.
—¿Qué hacías antes de perderte?
—Me dejaron plantada. Supongo que ya no me sorprende.
—¿Aún lo esperas?
—No. Solo estoy aprendiendo a soltar —susurré.
—¿Y crees que alguien mejor vendrá?
—No lo sé —respondí, más para mí que para él—. Cuando era niña, alguien me salvó. No recuerdo su rostro... pero sí la sensación. No era miedo. Era certeza. Mi madre dice que lo imaginé, pero yo no suelo recordar lo que no es real.
Él se detuvo. Giró hacia mí con lentitud, como si mis palabras hubieran tocado algo que llevaba años sellado. Me miró largo. Oscuro.
—Entonces espero —dijo con una gravedad que se sintió como plomo— que ese alguien no haya cometido el error de alejarse por demasiado tiempo.
El silencio entre nosotros se volvió eléctrico. Sentí la piel erizarse.
Seguimos caminando sin decir nada más.
Al llegar a mi puerta, me detuve. Lo miré.
—Gracias por acompañarme —dije, no por cortesía, sino porque había algo en su presencia que, por más perturbadora que fuera, me hizo sentir menos sola.
Su mirada se clavó en la mía. Intensa. Intimidante. Innegablemente familiar. Se acercó sin prisa, como si cada paso ya estuviera escrito. Inclinó el rostro y dejó un beso suave sobre mi mejilla. Pero no fue un gesto inocente. Fue un eco.
—Adiós, Luna —susurró.
Me quedé inmóvil. Esa palabra me perforó.
—¡Espera! —grité, girándome. Pero ya no estaba. Desapareció entre las sombras, como si nunca hubiese estado allí.
Entré a casa temblando. Saludé a mamá por inercia y subí a mi habitación. Cerré la puerta. Apoyé la espalda contra la madera.
Respiré hondo.
Tomé papel. Un lápiz. Y sin pensar, escribí:
¿Cuándo volverás?