El camino hasta la casa cutre de Carlos se me hace demasiado corto, y casi que no me da tiempo a pensar que cojones va a hacer, entonces un crío de no más de quince años abre la puerta de madera rota y astillosa, y se hace a un lado dejándome pasar. Agradezco que la casa esté a unas calles de la de mi madre, de otra manera me pillarían volviendo a estar metido en esta mierda. Las paredes desconchadas blancas y el techo con grietas solo me dicen que esta casa ha pasado por muchos puñetazos y algún que otro balazo. Camino entre la mierda del suelo, llegando al amplio salón, dónde lo más cuidado que hay es la televisión de setenta pulgadas y los sillones de cuero junto con estanterías llenas de libros que seguramente escondan cocaína entre las páginas. La cabeza calva de Carlos asoma por el