Estoy aplicándome unas gotas de perfume tras la oreja cuando escucho la puerta abrirse con violencia. El aire se agita a mi alrededor como si un vendaval se hubiese colado por la entrada. Me giro de golpe, con el corazón en vilo. —¿Prisca? La veo allí, de pie, en el umbral de mi habitación, pálida como la porcelana, con los ojos enormes, como si acabara de presenciar una tragedia. Su melena está un poco desordenada y su respiración agitada. No necesito más para saber que algo está mal. —¿Qué ha pasado? —preguntó de inmediato, avanzando hacia ella. —Ella niega con la cabeza, tragando saliva, pero su expresión no camba. —¿Estás bien? —No —responde sin rodeos, su voz tiembla apenas—. Estoy en problemas. Serios. Siento que el estómago se me contrae. Me detengo a un paso de ella, el corazó
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