A la primera campanada de las doce empezó a tañer la campana de la cárcel. Entonces estalló con nueva furia el tumulto, mezclado con gritos de: «¡Quítense los sombreros!», o de: «¡Pobres hombres!», y de carcajadas, gritos, gemidos o imprecaciones. Era espantoso ver, si algo hubiera podido verse en aquel momento de excitación e impaciencia, toda aquella multitud de ojos ávidos clavados en el cadalso y la horca. Se oía el sordo murmullo en la cárcel tan distintamente como en la plaza, y mientras resonaba en el aire sacaron a los tres presos al patio. Los desdichados no ignoraban la causa de aquel estruendo. —¿Oís? —dijo Hugh sin inmutarse—. Nos esperan. He oído que empezaban a reunirse cuando me he despertado esta noche y me he vuelto de lado para dormirme enseguida. Veremos qué recibimien