El grito agudo de Isabella se extiende por todo el salón. Maia, una de las vendedoras que había traído el café en una charola, se lleva ambas manos a la boca fingiendo asombro, por lo que acaba de pasar. Isabella intenta por todos los medios de sofocar el calor del líquido que se extiende por debajo del vestido, pero como está muy pegado, le cuesta hacerlo. Gracias al cielo es de una tela muy gruesa y algo impermeable, por lo que el café no le hizo mucho daño, excepto en el antebrazo que ya tiene una marca roja importante. —¡Oh, Dios, eres tan torpe! ¡Mira lo que hiciste! —La vendedora empieza a gritar y señalarla. Isabella la observa con el ceño bastante fruncido—. ¡No solo tuviste la osadía de quejarte con la dueña de nosotras, sino que también hiciste que derramara el café adrede pa

