La noche había sido larga.
Leander no dormía. Se movía de un lado a otro en la penumbra de su habitación, mientras el resplandor tenue de las antorchas se filtraba por las rendijas de la puerta. En sus pensamientos, dos mundos se enfrentaban: el recuerdo de la piel cálida de Altea contra la suya y la sombra implacable de un imperio al borde del colapso.
Había querido creer, aunque fuera por un instante, que podían pertenecer solo el uno al otro, sin testigos, sin deberes. Pero cada gesto, cada palabra, cada mirada de Altea en los últimos días llevaba el peso de lo que los rodeaba: no era un matrimonio cualquiera, era el sacrificio exigido por dos pueblos desesperados que veían en ellos la clave para cumplir una profecía. La leyenda grabada en la roca hablaba de un amor nacido en medio de
