Aquella tarde, Martín se fue a la casa de un amigo… o a la de Carlota… ¿quién sabe? El caso es que yo me encontraba sola en esa casa que hasta entonces para mi había sido una cárcel que conocía como “hogar”, pero que ahora que estaba a punto de perderla por las jugarretas de la vida y por la decisión de mi difunto suegro de dejarnos sin nada, quería más que nunca. Mientras, sostenía el móvil en mis manos y lo miraba varias cada tanto sin juntar el coraje necesario para escribirle a Franco. La realidad es que siempre me había gustado ese lugar… era tan grande y espacioso como toda la vida había soñado que sería la casa en la que viviría. De hecho, era hasta mejor que la casa de mis sueños. Tenía dos pisos y al menos cinco habitaciones que, al igual que la sala, los baños, la cocina y to