Curtis Wood La habitación está tibia cuando entramos. No por la calefacción ni por la decoración acogedora, sino por esa jodida tensión que no ha desaparecido desde que Angelica bajó del auto, con su short medio alzado y las mejillas encendidas como si el sol del atardecer le habitara en la piel. Me encanta verla así. Me encanta que después de este día, sus ojos se vean agotados, pero brillantes. Ella avanza directo hacia su maleta, caminando con ese vaivén que le nace natural, como si sus caderas marcaran el ritmo de una canción que solo yo escucho. La observo en silencio mientras se agacha ligeramente para buscar algo en el compartimiento inferior. Entrecierro los ojos cuando un gesto rápido, casi imperceptible, que otro no habría notado, es visible para mí. Ella tuerce el gesto en u