DIEGO
He estado a punto de dar la vuelta a medio camino, arrepentido de querer venir. Es raro de cojones estar aquí, el silencio es demasiado estridente. ¿Por qué cojones Maggie no habla? Si normalmente no puede cerrar la boca.
—Si vamos a pasar aquí todo el día deberíamos hacer algo —dice, apoyada contra el marco de la puerta.
Si cierro los ojos puedo recordar cómo la vi en esta casa por última vez. Se sentó conmigo en las escaleras del porche intentando no llorar, vestida completamente de n***o y tan triste que casi me tocó consolarla a mí. Casi.
La vez que estuve aquí con su madre todo estaba mucho peor, desorganizado y con los muebles aún desperdigados por el funeral. Shanon ha hecho mucho. Ésta habitación apestaba a cerrado, y a los últimos días de mi abuela; y yo tenía la casa llena de ceniceros hasta los topes de todas esas veces que la ansiedad me podía.
—Deberíamos —concuerdo.
—Pues venga —me anima, y la veo extenderme la mano con una ligera sonrisa, que aunque le tira de los labios, le queda bien—. Adecentamos la cocina, pedimos algo de comer y después seguimos. Tenemos todo el día hasta que se nos haga de noche.
En cuanto entrelazo mis dedos con los suyos ella tira de mi. Es lo que hace durante todo el día, tirar de mi. Y vaya si lo consigue. Por eso la he traído a ella.
Me tira uno de los trapos que ha encontrado antes, y cuando quiero darme cuenta ha puesto música y se balancea de un lado a otro reviviendo la cocina. La veo ponerse de puntillas a los sitios que apenas alcanza, con su pelo rubio y largo oscilando por su espalda con gracia. No sé qué perfume se ha echado, pero va dejando un rastro por dónde pasa. Maggie siempre ha traído alegría a esta casa, mi abuela la adoraba. Hablaba tanto de ella... " Maggie esto, Maggie lo otro... Maggie es tan buena... " Maggie tiene esto: que la quieres.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —me pregunta de repente, sacándome de mi trance mientras me doy cuenta de que llevo un rato mirándola sin hacer nada.—. Llevas ahí quieto un buen rato. Diego si no...
—No, está bien. ¿Por qué no subes a ponerte algo mío para estar cómoda? Voy a pedir algo para comer.
Ya he pedido un par de pizzas cuando vuelve a bajar y lleva puesto exactamente lo que esperaba que se pusiera: una de mis sudaderas que le queda grande y nada más. Las piernas se le pierden por debajo de la tela, muy sexi. Baja las escaleras recogiéndose el pelo en una coleta, cada vez que levanta los brazos, el borde de la sudadera sube un poco más dejando entrever lo justo para volverme loco.
—¿Lo haces a propósito?
Ladea la cabeza con una sutil sonrisa. Muy pero que muy sexi.
—¿El qué?
Lo peor es que no tiene ni idea de la puta fantasía que es.
—Contonearte así.
Explota en una risa. Tan femenina, tan aguda, que casi me la pone dura.
—Yo no me contoneo de ninguna forma —exclama, y sin embargo sigue contoneándose, acercándose—. ¿Y tú ya te has cansado de limpiar que te has sentado?
Separo las rodillas, lo justo para que su cuerpo quepa entre ellas. Puedo sentir el calor de su piel incluso antes de que la toque. La deseo, la necesito. Que esté aquí conmigo pese a lo incómoda que se siente, dice mucho de ella, y a mi me dice lo mucho que la quiero.
Me apoya las manos en los muslos y se empuja a mi boca.
—¿Estás bien? —Ha debido de contener esa pregunta desde que hemos llegado.
—Estaría mejor si terminas de hacer lo que estás empezando.
—Lo digo enserio.
—Y yo también.
Y como la veo capaz de sacarme una discusión de esto, soy yo el que empuja mi boca contra la suya. Puedo sentir como sus uñas se me clavan en la piel a través del pantalón del chándal, no tiene ni idea de las ganas que tengo de sentirlas otra vez clavándose en mi espalda. Como antes en el baño de su casa. Solo que ahora es menos s****l, más... romántico, o yo que sé. Se siente diferente cuando me acaricia la cara y me besa con lentitud. He besado a demasiadas tías, pero no he sentido esto ni de lejos.
Me levanto del taburete y la arrastro sobre la encimera. La siento reírse en mi boca y me trago cada suave jadeo que se escapa de ella. Deslizo los dedos por sus piernas desnudas hasta enredarlos en la tela de sus bragas. Está sentada tan al borde que sólo tengo que moverme para restregarme contra ella. Suspira. Echa la cabeza atrás. Me da toda la libertal a lamerle el cuello. Maggie gimotea y toda la sangre me baja a la polla.
Justo cuando estoy a punto de quitarle las bragas, llaman a la puerta. Me tienen que estar jodiendo.
—No me jodas. —Vuelven a llamar. Sí que me están jodiendo.
—Ve a abrir —me empuja Maggie—. Pondré la mesa.
Me entran ganas de tirarle el dinero de mala gana al chiquillo que me da la comida. Acaba de joderme el segundo polvo del día. Tiro las cajas sobre la mesa y Maggie se ríe., deslizándose a mi regazo. Le aparto la coleta del cuello y la beso el cuello.
—Me alegra que te estés distrayendo —comenta.
—Lo intento.
Comiendo, Maggie me habla de lo que hizo anoche con sus amigas y decide que quiere que el martes le enseñe la facultad. Se me hace raro pero muy agradable estar con ella aquí, sentada en mi regazo comiendo. Me limito a escucharla, no sé si porque realmente me importa o porque su voz me resulta extrañamente tranquilizadora. Probablemente ambas cosas.
No me da tregua cuando terminamos y vuelve a ponerse a limpiar. Y casi que lo prefiero, de esta forma no me da tiempo a pensar que estoy moviendo las figuras de mi abuela, que me daban escalofríos, para quitarles el polvo.
—¿Tú qué sabes de Nate y Vera? —me pregunta mientras reorganiza el montón de cojines del sofá.
—¿Por qué crees que sé algo que tu no sepas? Las tías habláis más de esas cosas.
—Vera dice que sólo follan.
—Pues solo follarán. —Es lo mismo que me ha dicho Nate, y tampoco me he preocupado por indagar. El lo que hace Nate: folla. Aunque es lo mismo que hacía yo y aquí estoy ahora.
—Eres un soso —replica.
—Y tú una maruja.
El tiempo pasa volado, dejamos la planta baja impoluta, habitable, que es justo lo que necesito. Planeo volver aquí más pronto que tarde. Es mi casa, sólo necesito que no me acojone la soledad. Se ha echo de noche, y a diferencia de aquella vez que vine solo, no me aterra subir a mi habitación para intentar dormir.
—Me estoy dándo cuenta de que nunca he dormido aquí —dice, mientras retiramos la colcha.
—Nunca es tarde. Tendrás que acostumbrarte porque voy a necesitarte más que esta noche.
Me tumbo y estoy bastante rígido, por lo menos hasta que se tumba a mi lado y enreda sus piernas entre las mías. Creo que la sofoco porque me aferro a ella como si fuera un peluche, Maggie no se queja y yo no dejo de abrazarla hasta que concilio el sueño.