Zoe Volkov
Palidezco apenas los veo. Es como si mi sangre se congelara un instante bajo la piel. Trato de mantener una expresión tímida, torpe, incluso algo temerosa… como si fuera una presa fácil. Una estúpida miedosa más. Eso es lo que ellos quieren ver, ¿no?
¿Ahora qué mierda pasó?
La sorpresa me sacude con fuerza, como una bofetada inesperada. Pero lo que realmente me desconcierta es ver que no están los tres hermanos Brooks de siempre. No. En su lugar hay cuatro figuras frente a mí. Cuatro hombres. No solo están los tres que conozco, sino también los otros dos hermanos mayores de los Brooks. Cinco en total. Todos ellos mirándome, analizando cada movimiento mío como si fueran jueces silenciosos en un juicio del que no sé los cargos.
— No, Matías. Que va, no. No llames su atención — murmura mi subconsciente, con ese tono sarcástico que suele adoptar cuando estoy a punto de hacer una estupidez.
Siento los músculos de mi rostro tensarse. Estoy a punto de fruncir el ceño, pero lo disimulo abriendo los labios apenas, como si estuviera sorprendida, confundida... o fascinada. No debo mostrar desagrado. No debo.
Uno de ellos da un paso al frente, con esa seguridad arrogante que parece impregnada en el ADN de los Brooks. Y entonces habla.
— Tienes una boca tan sucia, hermosa.
Frunzo el ceño de inmediato. ¿Qué? ¿De qué demonios está hablando? Sus palabras me confunden más que molestan. ¿Qué acabo de decir? ¿Acaso...?
Y entonces, como una maldita chispa en la oscuridad, una idea atraviesa mi mente.
¡Mierda, no!
No digo ni hago nada. Solo me mantengo quieta, fingiendo estar aterrada, con el ceño fruncido y los hombros ligeramente encogidos, como si no entendiera absolutamente nada de lo que está ocurriendo. Que crean que soy ingenua, confundida, una pobre chica asustada. De ahí en adelante… le dejo todo al cielo. Porque ahora, al tenerlos de frente, lo entiendo: entre ellos está quien me llamó anoche. Mejor dicho, a la medianoche.
— Te vamos a dejar hablar, pero ni se te ocurra gritar — advierte uno de ellos con una voz seca, autoritaria, que no acepta objeciones.
Yo solo asiento frenéticamente con la cabeza, como si estuviera completamente sometida.
Pero, sinceramente… ¿pueden ser más estúpidos? El que me tiene sujetada, quien supongo que es el hermano Brooks que faltaba por conocer, no tiene ni idea del error que está cometiendo. Podría morderle la mano con facilidad, darle un codazo en el abdomen, girar con fuerza y estamparle la cabeza contra el suelo en cuestión de segundos. Fuerza y agilidad me sobran. Lo sé. Pero no. No me conviene… no ahora. Así que me contengo, me reprimo, me obligo a mantener el papel que he interpretado desde que llegué a este pueblo: la mosca muerta, la chica callada, frágil e inofensiva.
Me duele la garganta por lo fuerte que me ha sujetado este maldito caníbal disfrazado de caballero. Hago un par de movimientos con la mandíbula para aliviar la presión, luego relamo mis labios resecos antes de hablar.
— ¿P-por qué estoy a-acá? — pregunto en voz baja, con un temblor que suena auténtico. Incluso para mí.
No… en serio. Si existiera una versión de mí del pasado viéndome ahora, probablemente estaría revolcándose de la vergüenza. Le daría náuseas. Y una buena migraña.
— Lo que pasa, cariño — dice el que está detrás de mí, retirándome el cabello del lado izquierdo con un gesto sorprendentemente delicado — es que… — susurra muy cerca de mi oído — tenemos algo interesante que proponerte — añade justo antes de dejar un beso húmedo en mi cuello.
Mi cuerpo entero se tensa. Un escalofrío me recorre de pies a cabeza. El asco, el miedo, la rabia… todo mezclado en un solo segundo.
Si tuviera que describir a los hermanos Brooks, las palabras que usaría serían:
— Caprichosos — quieren todo lo que desean, cuando lo desean y como lo desean. Y si en el proceso deben pisotear a los demás… simplemente lo hacen, sin dudar, sin remordimiento.
— Intimidantes — solo su presencia impone. Sientes que con una sola palabra, incluso un susurro, podrían hacerte desmayar del miedo. Hay algo en ellos que grita peligro, sin necesidad de mover un solo músculo.
— Posesivos — con lo que es suyo, ya sea un objeto, un espacio, una idea. Pero curiosamente, con las mujeres no. A ellas las dejan ir, las usan, las desechan. Les da igual si se acuestan con medio instituto, porque en su cabeza, ninguna es lo suficientemente importante como para pertenecerles.
— Mujeriegos — las cambian como si fueran ropa sucia. Un día están con una, al siguiente con otra. A la basura van las que ya no les divierten. Hasta ahora, las Venega son las únicas que he visto permanecer cerca de ellos por más de una semana.
— Crueles — tienen una facilidad inhumana para ignorar el sufrimiento ajeno. Lo provocan, lo alimentan… y disfrutan observarlo desde su trono invisible de poder.
— Déspotas — hacen lo que quieren, cuando quieren. Las reglas no existen para ellos. Corrompen lo que se cruce en su camino, incluso la ley. Y aunque me cueste admitirlo… es cierto, también son:
— Condenadamente guapos — y no hablo solo de ser atractivos. Hablo de una belleza que desarma, que derrite. Que te hace temblar desde las manos hasta las rodillas con solo mirarlos. Una belleza que no es humana. Es casi insultante.
— Ambiciosos — quieren más y más. Nunca es suficiente. Media vez se trate de poder, de control, lo querrán para ellos. Y harán lo que sea por conseguirlo.
— Fríos — no importa qué les digas o cómo lo digas. Siempre te responderán con el tono más gélido que tienen. Y lo peor es que ni siquiera lo hacen para herir, simplemente… así son.
— Tajantes — sus palabras son ley. No importa tu opinión. No importa si tienes razones. Si ellos lo dicen, así será. Y ese tono… ese maldito tono que usan con quienes no toleran o les molestan, lo dice todo.
— Egocéntricos — son el centro del universo. Lo saben, lo disfrutan… y las chicas lo alimentan. Las ves reír, lanzarse encima, competir entre sí por una mirada suya, como si fueran dioses en la Tierra.
En resumen, los hermanos Brooks son unos:
— Caprichosos
— Intimidantes
— Posesivos
— Mujeriegos
— Crueles
— Déspotas
— Guapos
— Ambiciosos
— Fríos
— Tajantes
— Egocéntricos
Y, aunque me pese en el alma admitirlo… también son inteligentes. Demasiado.
Y es por eso que se me hace extraño verlos a todos juntos, en un mismo lugar. Algo no cuadra. Algo se aproxima. Mi cuerpo entero lo siente.
Mi semblante, mi actitud, cada pequeño gesto mío… transmite miedo y sumisión. Mi respiración entrecortada, mi postura encorvada, mis labios temblorosos. Todo grita fragilidad.
Pero cualquiera que se atreva a mirarme directo a los ojos — con firmeza, con conocimiento — sabrá que allí no hay una víctima. Mi mirada refleja otra cosa. Firmeza. Seguridad. Determinación. Intimidación. Porque un verdadero depredador… también puede disfrazarse de presa.
— ¿A-algo como qué? — pregunto con un hilo de voz, deseando que todo esto termine pronto.
— Queríamos hacerlo por las buenas — responde Amon con una calma tan helada que me eriza la piel. No hay emoción en su voz. Solo firmeza y una peligrosísima frialdad — o al menos, eso querían mis hermanos. Pero tú no nos lo permitiste. Te negaste a cada pequeña coincidencia. Nuestra paciencia se ha agotado — concluye, y sus palabras caen como sentencia.
Y de pronto, cada uno de esos momentos que para mí fueron simples coincidencias, actos irrelevantes, detalles sin importancia… toman otro peso. Para ellos, nada fue insignificante. Todo fue parte de algo más.
Tenía — y tengo — demasiadas cosas encima. Me dejé llevar por esa estúpida frase que muchas veces me he repetido para calmarme: “Nada malo sucederá”. Cuando en el fondo sé perfectamente que eso es una mentira. Me equivoqué. Y lo hice de la peor forma… aquí. En este pueblo.
Fui negligente. Ciega. Me dejé engañar por una sensación absurda de normalidad, creyendo que era alguien irrelevante, que mi presencia pasaría desapercibida. Como si solo fuera otro insecto que se cruzó en su camino. Pero estaba equivocada. Su presencia repentina en mi vida no es casualidad. No es accidental. Y no es buena.
Pero puedo con ello… o al menos debo poder.
Porque ellos tienen el poder de destruir todo lo que he construido hasta ahora. Y ya no soy una niña. Soy una joven adulta que debe aceptar sus errores y hacerse cargo de las consecuencias. Y el mayor de mis errores fue subestimarlos.
En pocas palabras…
He sido una completa idiota en este lugar podrido por la hipocresía y la ambición.
— No fue mi intención… — susurro, bajando la mirada, sintiéndome por primera vez desde hace mucho… vulnerable.
Pero no. Yo no bajo la cabeza ante nadie.
Y esto… me lo pagarán. Como todos aquellos que me han obligado a bajarla.
— Deseábamos que nuestra charla fuera de otra forma, pero digamos que la paciencia no es precisamente una de nuestras virtudes — susurra una voz a mi oído, tan cerca que puedo sentir el calor de su aliento recorrerme la nuca como una caricia venenosa.
Entre las sombras del lugar apenas logro distinguirlos. Mis ojos tardan en adaptarse, pero poco a poco sus siluetas se hacen nítidas ante mí. Frente a mí están Amon, Graven, Adad… y detrás de ellos, si mi instinto no falla, creo que es Benno. La voz que susurra tan cerca de mí, que me eriza la piel y me congela el aliento, puedo reconocerla apenas: Raían.
— No sé de qué hablan… no he hecho nada — me defiendo con voz baja, intentando comprender por dónde va esta conversación que, desde el inicio, me huele a emboscada.
— Ese es el punto — interviene Graven con una sonrisa ladeada, como si le divirtiera mi desconcierto. Hay un dejo de gracia en su voz, pero yo no le encuentro ninguna.
— No entiendo — murmuro al ver los rostros serios, demasiado serios, que me observan como si yo les debiera algo.
Nunca los había tenido tan cerca. Siempre estaban lejos, inalcanzables, como figuras de otro mundo. Ahora están frente a mí, reales, intensos, peligrosos. Algo no encaja.
— Nunca haces nada — dice Adad, con ese tono entre análisis clínico y juicio silencioso que me crispa los nervios —. Siempre te mantienes alejada de todos, como si fueras invisible. Pero no lo eres. Se nota. Callas, guardas opiniones como si no tuvieras nada que decir, cuando en realidad tu cabeza está llena de ideas, de juicios, de pensamientos que gritan por salir.
Lo miro, confundida, abrumada, atrapada. ¿Qué clase de juego mental es este? ¿Es que están locos o quieren jugar a los enigmáticos? Porque si es lo segundo… ya lo están logrando. No me gusta nada esto. Nada.
Y lo que ha dicho Adad solo confirma una sospecha inquietante que empieza a tomar forma: han estado sobre mí desde el primer día. Tal vez incluso antes. Observando. Analizando. Persiguiendo.
Pero… algo no cuadra.
No he sido tan descuidada. Siempre he estado rodeada. No estoy sola nunca. Tengo a un pelotón de gente sobre mi espalda las veinticuatro horas del día. Algo de lo que Omar se asegura con eficiencia militar. Ni yo ni los gemelos estamos desprotegidos. Mucho menos mi madre. Es prácticamente imposible que haya pasado desapercibido algo… ¿o sí?
— No sé de qué hablas — susurro con rabia contenida, tragándome las groserías que hierven en mi garganta.
— El punto es que tu actitud… los ha atraído a ti — interviene otra voz, distante, dura, con un dejo de soberbia. Reconozco de inmediato a Benno. Él no necesita levantar la voz para demostrar su autoridad. Cada palabra suya pesa como una sentencia. Como si hablase desde un pedestal que yo jamás podría alcanzar.
Su tono… es de quien se siente superior a todo y a todos. Muérdome el labio inferior con fuerza, ahogando mi amarga reacción, evitando soltar la actitud que de verdad deseo mostrar. Porque la forma en que me están tratando… me repugna. Me enoja. Me hierve la sangre. Como si fuera su presa. Como si no tuviera voz. Y no lo soy. No soy de nadie. No soy débil.
— ¿Conoces la poligamia… o la poliandria? — pregunta una voz al frente, suave pero punzante, mientras unas manos me sujetan con firmeza por la cintura desde atrás.
Graven. Es él quien hace la maldita pregunta, y lo sé porque lo he estado observando entre pensamientos dispersos y dudas que me atormentan: ¿En qué me equivoqué? ¿Qué dejé pasar? ¿Qué detalle no vi venir?
Mi cerebro tarda un segundo en procesar. Pero lo hace. Lo entiendo. La pregunta. El contexto. Todo. Y no puedo evitar fruncir el ceño con incredulidad.
¿Es en serio?
Claro que sé lo que es. No soy una ignorante. Tengo conocidos — e incluso familiares — que viven en matrimonios polígamos o poliándricos. Es más común de lo que la gente se atreve a admitir. El 70% de los casos que conozco son de hombres con múltiples mujeres — como el primo de mi padre — y ese 30% restante, de mujeres casadas con varios hombres.
Y conociendo la familia de la que provengo, eso no es precisamente un tabú… a menos, claro, que se trate de homosexualidad. Ese tema solo se tolera si va acompañado de grandes cantidades de dinero. Porque para los nuestros, eso representa "poca hombría". Un hombre gay es una falla del sistema. Y una mujer lesbiana… es vista como un marimacho. Una vergüenza. Una mancha.
Ja. Me río por dentro de sus prejuicios de mierda.
Me los paso por el culo. Literalmente.
Porque al final, en mi familia, con dinero baila el perro. Puedes ser lo que sea, mientras traigas poder, influencia y dinero al apellido. Se dicen unidos, se creen moralistas… pero todos están podridos por la misma ambición.
Así que sí. Sé perfectamente qué es la poligamia. Y la poliandria. Y todo lo demás.
Y lo que me asusta no es su pregunta.
Lo que me asusta es… ¿por qué me la están haciendo a mí?
— No — miento en un susurro casi imperceptible, con la esperanza absurda de que lo tomen como verdad.
— ¿No? — preguntan, como si mi respuesta hubiera sido un enigma que necesitan repetir para entender.
¿Acaso están retrasados… o simplemente no oyen?
— No — repito, esta vez con un poco más de firmeza, dejando escapar parte de la incomodidad que se agolpa en mi garganta.
— Bueno, hermosa… lo que te queremos proponer es una relación poligámica — dice uno con descaro, como si me estuviera ofreciendo un caramelo.
¿Qué es lo que piensan estos idiotas? ¿Acaso cargo un cartel que dice “puta disponible”?
Ese tipo de relaciones se dan — cuando realmente se dan — por amor, por vínculos profundos, por acuerdos mutuos. No por propuestas arrogantes lanzadas en medio de un cuarto oscuro, rodeada por cinco tipos que me tratan como si fuera su próxima adquisición.
— Una relación donde tú estarás con nosotros cinco — añade Amon, como si lo que acabara de decir fuera lo más normal del mundo.
Lo miro con el ceño fruncido, entre la incredulidad y la repulsión, con una expresión que seguramente grita “¿estás mal de la cabeza?”
Y sí. Sin duda lo están.
Porque si creen que alguna vez, en alguna versión distorsionada del mundo, yo andaría con alguien como ellos… están más que locos.
— ¡¿Qué acaso están locos?! — exclamo con una mezcla de exaltación y timidez que se me escapa sin poder controlarla.
¡Ni loca acepto esto! Me matarían. No podría con ello. No ahora. No con todo lo que tengo sobre mis hombros. Estoy empezando a conocer las reglas del juego de mi padre, sus tratos turbios, sus negocios escondidos, sus alianzas silenciosas. Apenas estoy aprendiendo a moverme en ese mundo…
¿Y se supone que debo cargar, de la noche a la mañana, con cinco amantes?
¿Cinco?
No me sirve para nada. Solo me complica la vida. Me la revienta.
— No, no lo estamos, pequeña — responde uno de ellos con ese tono condescendiente que me saca de quicio.
“Pequeña”… pequeña lo que cargas tú entre las piernas, imbécil.
Qué manía tienen algunos hombres de llamarte "pequeña" cuando se sienten con el poder de dominarte. Como si por decirlo suavemente se les perdonara el intento de posesión.
De verdad… hay personas que no llegaron a tiempo cuando repartieron cerebros. Estos cinco, seguro, ni una neurona alcanzaron a agarrar.
Y yo… de ingenua. De estúpida. Creyéndolos inteligentes.
— N-no los conozco — respondo de inmediato, casi tartamudeando, mientras intento soltarme del agarre que siento en mi cintura.
Pero quien me sostiene solo aprieta con más fuerza. Su brazo me aferra con seguridad, como si tuviera derecho sobre mí. Como si su fuerza fuera argumento suficiente.
Seguro contigo no me siento ni segura, pedazo de idiota.
Intento zafarme de un movimiento brusco, desesperado, pero eso solo empeora las cosas.
— ¡Ah! — me quejo al sentir cómo los dedos de Raían se clavan con violencia en mi piel. No hay delicadeza. No hay freno.
Eso dolió. Como una advertencia disfrazada de caricia. Como si me dijera: “no te muevas, no pelees”.
Y claro que me muevo. Y claro que peleo.
Porque no soy una muñeca que puedan tocar, mover y ofrecer como si fuera un trofeo.
Soy Zoe Volkov.
Y ellos acaban de cometer el error de tratarme como si no lo supiera.
— Quieta — me advierte con un gruñido bajo, áspero, casi animal. El tono me llena de furia e impotencia, como una chispa que prende el fuego que intento mantener bajo control.
No puedo hacer una escena. No aquí. No ahora. Respiro profundo, tragándome las ganas de gritarle y empujarlo. Me resisto. Me contengo. Pero por dentro me hierve la sangre.
— Tal vez no nos conoces — continúa, con una calma que hiela — pero sabes quiénes somos.
Obvio que lo sé. Asiento con la cabeza, apenas, sin decir palabra.
— Entonces sabrás que nadie nos da una respuesta negativa — dice con esa arrogancia tan natural en ellos, tan impregnada en cada palabra. Mal paridos.
— Y nadie nos habla como tú nos hablaste ayer — suelta Adad, con esa voz cargada de autoridad que no necesita alzar el volumen para hacerse sentir.
Mi sangre se congela en el acto.
Confirmación. Ya no es paranoia mía. Lo saben.
— ¿Y-yo? Y-yo no he hablado con u-ustedes antes — balbuceo, intentando parecer confundida, aunque muy en el fondo sé perfectamente de qué habla.
Mi mente vuela hasta ese instante, a esa conversación espontánea y llena de desprecio que solté a través del teléfono sin imaginar que realmente eran ellos.
— Claro que sí — responde Graven, con un semblante divertido, como si todo esto le resultara un juego — ¿Que no fuiste tú quien nos insultó a medianoche?
Una sonrisa se atreve a asomar en la comisura de mis labios, pero la reprimo a tiempo. Si esto no me perjudicara tanto, ya me estaría riendo en su cara.
— N-no, yo no he... yo nunca insultaría a nadie — respondo con fingida timidez, la mirada temblorosa, la voz suave.
— ¿Si no fuiste tú, quién nos insultó entonces? — insiste Graven, acercándose un poco, como si quisiera leer mi reacción más de cerca.
— No lo sé — respondo enseguida, sin pensarlo demasiado. Directa, neutra.
— ¿Me permites tu celular? — pide Adad con un tono suave pero que no acepta negativas.
— ¿Qué? ¡No! — respondo al instante, instintiva, defensiva.
¿Quién diablos se cree?
Adad Brooks, cariño, se burla mi conciencia con sarcasmo.
Primero que nada, sé que nunca podrán entrar a ninguna de mis aplicaciones protegidas. Así que no me preocupo demasiado. Mi celular es una trampa bien montada: solo podrán ver la fachada. Pero igual, no me gusta. No me da buena espina. Ese teléfono es más que un objeto para mí. No es valioso por el dinero, sino por todo lo que contiene.
— ¿No? — pregunta Amon, con una seriedad que no tiene nada de juguetona.
— No... — susurro, bajando la mirada.
— No es una pregunta. El celular, pequeña — dice, extendiendo su mano.
Mi cuerpo se tensa, rígido, pero a regañadientes cedo. Le doy mi celular. Siento que me estoy traicionando a mí misma.
— Buena niña — felicita uno de ellos, condescendiente. Estúpido. No soy una mascota.
— ¿Pa-para qué quieren mi celular? — pregunto, apenas audible.
— Veremos si nos equivocamos de número, tal vez — responde con esa falsa amabilidad que irrita más que una amenaza directa.
— Claro — murmuro. Estúpido.
Los observo mientras revisan mi celular. Van directo al registro de llamadas. Sus rostros cambian sutilmente cuando encuentran lo que buscaban: una llamada respondida a uno de sus números. Me la muestran. Lo vi venir.
También me muestran que el número, después de la llamada, fue bloqueado.
— Yo no respondí esa llamada. Y tampoco los bloqueé — digo con firmeza. Mi voz, por primera vez, no tiembla.
La seguridad se nota en mi tono, y cuando los miro, incluso con timidez, puedo ver que dudan. Que algo de lo que dije les ha hecho creerme.
He aprendido a manejar mi lenguaje corporal. Sé lo que dicen los ojos, las manos, el leve movimiento de los hombros. El cuerpo puede traicionarte si no lo controlas, y más aún los ojos: esa ventana cruel por la que pueden leerte hasta lo más profundo.
Hoy, por suerte, mi mirada no me delata.