El aire en la ladera del volcán era una mezcla de ceniza y azufre.
Ana flotaba, a cada paso la temperatura subía, el suelo se abría y el volcán vomitaba fuego líquido.
El dragón volteó a verla.
– Hasta donde sé – dijo Ana – el ego no es un asunto que preocupe a los espíritus maestros, puedes tener mi ayuda ahora o dejar que el volcán haga erupción y miles de personas mueran, de todas formas, no es mi asunto – se encogió de hombros – pero tú, serás castigado por los espíritus reyes.
El dragón bajó y aterrizó en el borde del volcán – antes dime, ¿por qué quieres ayudarme?
Ana alzó una ceja – no hay razón, es lo genial de la corrupción. Puedo hacer lo que me plazca.
Frente al dragón de veinte metros de alto Ana se sintió un poco pequeña, no fue una sensación agradable, aunque sí lo fue
