CAPÍTULO 4.

1970 Palabras
Veinticuatro horas. El número suena casi poético, pero no lo es. No cuando esas horas las pasas dentro de un hospital, respirando el mismo aire estéril, caminando bajo luces blancas que devoran el color de la piel, escuchando el mismo pitido insistente de las máquinas que te recuerdan que la vida pende de hilos invisibles. Cuando finalmente cierro la puerta de mi departamento, siento que cada músculo de mi cuerpo protesta. Es una mezcla entre alivio y derrumbe. La bata blanca cuelga de mi brazo como si pesara toneladas, y el bolso resbala de mi hombro, cayendo con un sonido seco contra el suelo. Camino unos pasos más y me detengo en seco al ver lo que descansa sobre la isla de la cocina. Un enorme ramo de rosas rojas sobre la consola de la entrada, tan exagerado que parece un grito en mitad del silencio. Las flores son perfectas, casi irreales, y exhalan un perfume dulce y empalagoso, como si intentaran borrar con su aroma la traición. A su lado, un arreglo frutal rebosante de colores brillantes: uvas, fresas, manzanas, todo dispuesto con la precisión de quien intenta compensar algo. Pongo los ojos en blanco. —Claro que sí… —murmuro, dejando caer las llaves sobre la mesa—. El drama de mi vida. Escucho pasos y, segundos después, aparece Ámbar, mi prima, con su habitual expresión divertida y el cabello recogido en un moño improvisado. Su sola presencia me hace sonreír, aunque mi cuerpo solo pida cama. —¿Qué tal el espectáculo? —pregunta con una sonrisa pícara, señalando las rosas—. No hace falta leer la tarjeta para saber que son del imbécil de Drake, ¿verdad? Tomo la tarjeta y asiento. —Como si un ramo de rosas para hacer que le perdone el que esté casado y me haya visto la cara de idiota. Ámbar se ríe suavemente, se acerca al arreglo de frutas y toma unas uvas. —Y déjame adivinar… el arreglo frutal es del tío. —Me mira con las cejas arqueadas—. Tiene su estilo… pedir disculpas con vitaminas. —Sí, su estilo —respondo, dejando escapar un suspiro. Me dejo caer en el sofá del salón, como si mis piernas ya no quisieran sostenerme—. Ya no quiero saber nada de Drake. No quiero llamadas, ni flores, menos sus disculpas disfrazadas. —Y del tío, ¿qué? —pregunta ella, dejando las uvas en la mesa y mirándome con esa mezcla de cariño y complicidad que solo alguien que te conoce desde siempre puede tener. Aprieto los labios antes de responder. —De mi padre… no puedo estar enojada por mucho tiempo. —Mi voz suena más cansada que triste—. Me hierve la sangre cuando se mete en mi vida, pero lo amo demasiado para dejar de hablarle. Ámbar se sienta a mi lado, cruza las piernas y apoya el codo en el respaldo del sofá. —No sé cómo lo haces, Rose. —Es mi padre —respondo con un encogimiento de hombros—. Y porque, aunque me saque de quicio, sé que todo lo hace desde el amor. Desde ese amor sobreprotector que a veces ahoga. Ella asiente despacio, y durante unos segundos solo se escucha el zumbido lejano del refrigerador. Luego me lanza una mirada cómplice. —Entonces… —dice—. Cuéntame del turno. Suelto una carcajada corta y seca. —¿Seguro que quieres saberlo? —Sí. —Sus ojos verdes brillan con curiosidad—. Quiero el resumen médico, el chisme y el desastre emocional, todo en orden. —Desastre emocional, —repito, masajeándome el cuello antes de continuar—. Bien, empecemos por lo pintoresco. ¿Sabes quién ingresó ayer por una contusión y casi medio equipo de prensa detrás? —¿Hablas del jugador estrella de los Rays? Asiento con una sonrisa cansada. Es obvio que lo sabe porque trabaja en un periódico local. —Él mismo. El insoportable, arrogante y encantador Eric Evans. Ella ríe. —Encantador, dijiste. —Fue un lapsus. —Me froto la frente, frustrada—. Encantador, no insoportable. Es de esos hombres que creen que el mundo se detiene porque ellos lo dicen. —El departamento deportivo del periódico se volvió loco con su lesión —dice Ámbar, alzando el teléfono como si buscara las notas—. Todos querían saber si seguía consciente, si era grave o si se perdía la temporada. —Sí, lo sé. —Ruedo los ojos—. Por su culpa, mi jefe me quitó una cirugía importante. Ella deja escapar un bufido de indignación. —Ese hombre es un imbécil. —Rehace su moño con un movimiento ágil—. Tu jefe, quiero decir. Aunque el tal Evans tampoco parece un santo. —No, no lo es. —La imagen de él me viene a la mente: sus ojos cargados de ironía, la manera en que me miraba como si disfrutara provocarme—. Tiene el talento de irritarme con una sola palabra. —¿Y cómo fue atenderlo? —Un desafío. —Me río sin humor—. Me interrumpía, cuestionaba todo lo que hacía. Pero… —hago una pausa, porque no puedo evitarlo recordando cuando lo encontré casi desfallecido por su terquedad—. Cuando lo vi con esa expresión de dolor contenida, me di cuenta de que debajo del sarcasmo hay algo más. Ámbar me mira con una sonrisa astuta. —¿Algo más… cómo qué? —Como miedo. —Suspiró, y sus ojos al verme cuando le di el alta médica—. Miedo a no volver igual. Miedo a detenerse. Supongo que eso lo entiendo. Mi prima asiente, sería por un instante, aunque la chispa de diversión no tarda en volver. —Y dime, ¿te dio las gracias al menos? —Ni una palabra. —Cruzo los brazos—. Solo esa sonrisa arrogante antes de irse. —Clásico. —Ámbar se levanta y camina hacia la cocina—. Vamos a comer algo antes de que te desmayes. —No tengo hambre. —Lo tendrás cuando huela a pasta con Alfredo —dice sin volver la vista. Sonrío. Mi prima tiene razón en casi todo. La miro moverse por la cocina, abriendo cajones, canturreando algo suave, y por primera vez en todo el día siento que puedo respirar. Entonces suena mi teléfono. El sonido corta el momento como un bisturí. Lo miro sobre la mesa y, al ver el nombre en la pantalla, sé que no puedo ignorarlo. Suspiro, lo tomo y deslizo el dedo para responder la videollamada. —Hola, papi —digo con un tono cargado de sarcasmo—. ¿Llamando para decirme algo de mi vida que no sepa? Escucho un resoplido al otro lado y, tras unos segundos, aparece la imagen de mi padre, elegante como siempre, con ese cabello n***o que empieza a mostrar canas en las sienes, como si la vida hubiera decidido premiarlo con un toque de distinción en lugar de castigo. —Hola, Petardo—dice, usando el apodo que me puso cuando era niña—. Sé que estás molesta, pero solo quiero lo mejor para ti. Detrás de él se escucha una carcajada femenina. Mi madre, sin duda. —¡Te lo dije, Caruso! —grita ella en el fondo—. Déjala respirar un poco. Papá pone los ojos en blanco y yo no puedo evitar reírme. —Escucha a mamá —le digo—. Ella sí sabe. —Lo sé, lo sé. —Pasa la mano por su cabello y suspira—. No puedo evitar preocuparme. Pero tienes razón. Me metí demasiado. Lo miro, y por un momento me invade ese cariño que siempre gana a cualquier enojo. —Te amo, papá. Pero de verdad… tienes que parar. No puedes decidir por mí cada vez que alguien me lastima. —No puedo culparme por querer protegerte —responde con voz suave—. Pero entiendo que estés enojada. —Lo estoy —digo sin rodeos—, pero también te entiendo. Y te extraño. —Y yo a ti, piccola. El silencio que sigue no es incómodo. Es cálido, lleno de cosas que no hacen falta decir. Entonces, mi madre vuelve a hablar desde el fondo: —Eso debió ser difícil, Caruso. Admitir que te equivocaste. Él gira la cámara por un instante, y se ve su gesto de fastidio mientras mamá le lanza una sonrisa victoriosa. Me echo a reír. —Mamá siempre tiene la última palabra, ¿verdad? —No lo digas que me da una de sus miradas viperinas —responde él resignado, pero con una sonrisa sincera. —Entonces ya sabes a quién salí, papá —bromeo. Él se ríe, y por un instante todo el cansancio del día se disuelve. —¿Estás bien, Rose? —pregunta al fin—. ¿De verdad? Asiento. —Sí. Lo de Drake no va a matarme. Y mucho menos voy a echarme a llorar en un sofá. Papá sonríe con ternura. —Tu madre me dijo que dijiste eso de que “no era tu persona”. —Porque no lo era. —Me encojo de hombros—. Mi persona llegará cuando tenga que hacerlo. Él asiente. —Tu madre es mi persona. Y yo soy la suya. —¡Aunque te costó admitirlo, Caruso! —escucho que grita mamá desde el fondo y él pone los ojos en blanco. —Ignórala, —cuchichea y me hace sonreír —. Encontrarás la tuya también— continúa — y tendrá que vérselas conmigo. —¡Papá! —me quejo y él se ríe. —Estoy bien, y lo voy a estar. —Eso me gusta escuchar —dice él. —Y recuerda que aquí siempre voy a estar si me necesitas. —Gracias por el arreglo de frutas, por cierto. —Digo, en cambio, con una sonrisa—. Es muy… tú. —Sabía que lo notarías. —Su voz suena más relajada—. Descansa, hija. Y come algo. No me hagas preocuparme otra vez. —Lo haré. Te lo prometo. —Te amo, piccola. —Yo también, papá. La pantalla se apaga y el silencio vuelve a llenar el salón. Pero no es un silencio pesado esta vez. Es uno suave, reconciliador. Me quedo unos segundos mirando el reflejo oscuro del teléfono, como si todavía pudiera ver su rostro allí. Y por primera vez en semanas, siento que algo se acomoda dentro de mí, como una pieza que finalmente encaja. Ámbar aparece desde la cocina con dos platos en la mano. —¿Todo bien? —Sí. Mejor —respondo, sonriendo con sinceridad—. Arreglamos las cosas. Ella deja los platos sobre la mesa baja, se sienta y me pasa un tenedor. —¿Ves? No hay nada que una buena charla y un poco de pasta no solucionen. —Y un turno de veinticuatro horas —añado entre risas. Comemos en silencio un rato, el sonido de los cubiertos llenando los espacios vacíos. Afuera, la ciudad murmura, y por primera vez en todo el día no me molesta el ruido. Pienso en el hospital, en la mirada de Eric Evans cuando lo di de alta. No agradeció, y no se despidió, solo me sostuvo la mirada un segundo más de lo necesario. Un gesto que, sin querer, me persigue todavía. Pero no quiero pensar en él. No hoy. Hoy solo quiero dormir, dejar que el cansancio me arrastre y que la vida siga, con sus flores, sus disculpas y sus ironías. Miro las rosas Tan perfectas, tan rojas y tan vacías. Y sonrío. Porque sé que no necesito nada de eso para sentir que vuelvo a estar en paz conmigo misma.
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