Un significativo movimiento del abanico español, que tocó su pecho, indicó de forma muy elocuente que ella era una de esas personas. —No sólo eso —añadió la mayor de las Dorrit—, sino que además la señora Merdle obliga a Sparkler a hacer lo mismo; no le permite venir a verme hasta que le meta en esa mollera tan obtusa que tiene (porque no se le puede llamar cabeza) que también debe fingir que se enamoró de mí al verme por primera vez en el patio de esa posada. —¿Por qué? —preguntó Amy. —¿Por qué? ¡Por qué va a ser, cielo! —Otra vez con ese tono de «Pero qué tonta eres»—. ¿Hace falta que te lo diga? ¿No te das cuenta de que me he convertido en un buen partido para ese cabeza hueca? ¿Y tampoco te das cuenta de que ella nos obliga a participar en su engaño, de que finge, quitándose así un