Capítulo XXVII El pupilo de Marshalsea Era un día de sol, y en Marshalsea, donde caía el calor del mediodía, reinaba una calma inusitada. Arthur Clennam se desplomó en una silla solitaria, tan desvencijada como cualquier deudor de la cárcel, y se sumió en sus pensamientos. En la paz artificial en la que vivía tras sufrir la temida detención e ingresar en prisión —el primer cambio de actitud que la cárcel solía producir, un peligroso remanso de tranquilidad desde el que muchas personas habían caído al abismo de la degradación y la vergüenza en sus miles de formas—, pudo repasar varios episodios de su vida, casi como si hubiera entrado en otro estado de la existencia y le fueran ajenos. Teniendo en cuenta dónde se encontraba, por qué había empezado a frecuentar aquel lugar cuando podía sa