El sol ya se filtra por las cortinas cuando empiezo a despertar. Mi cuerpo entero protesta al moverme. Un dolor punzante se instala en mi espalda y mi cuello está tan rígido que siento que me han atropellado. Gimo en voz baja y me incorporo lentamente, masajeándome la nuca con una mueca. —Dios… esto es lo peor —murmuro, tratando de estirar los músculos adoloridos. —Buenos días para ti también —comenta Alejandro con diversión desde la cama. Lo miro con los ojos entrecerrados mientras él se despereza con absoluta tranquilidad, sin la menor señal de incomodidad. —No digas nada —le advierto, levantando una mano. —Ni siquiera he dicho nada. —Lo estás pensando. Se sienta en la cama y me observa con una sonrisa burlona. —¿Cómo dormiste? —interroga. Me cruzo de brazos con una expresión a