Era el último día de escuela. A mediados de noviembre. Excelentes notas, los primeros lugares en el salón junto a mi primo y amigos, el mejor comportamiento, el orgullo de los profesores… tenía motivos de sobre para sentirme feliz, para sentirme orgullosa por haber superado aquel nuevo año en un país desconocido y sin mis padres. Pero en mi mente había otra cosa: las cicatrices en la espalda de mi primo. Desde que las había visto, no las podía apartar de mi mente, cada vez que lo veía, pensaba en aquellas cicatrices espantosas. Ethan no había tocado de nuevo el tema, pero cada vez que hablábamos, seguramente era consciente de que yo no podía dejar de pensar en ellas. —No me mires así —pidió, en un momento—. No he cambiado en nada, sigo siendo el mismo de siempre. Y yo lloraba, llora