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El Chico Misterio

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Blurb

Durante una noche de tormenta y de camino a la universidad tras las vacaciones, Megan se queda atrapada en una vieja estación de servicio junto a unos desconocidos y él: el Chico Misterio; o así le llaman. ¿Por qué será? ¿Qué tiene este chico de misterioso?

Partes 1 y 2 juntas en un libro. Añadida la parte narrada por el protagonista masculino.

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1
—Avísanos cuando llegues —me recuerda mi madre por decimoquinta vez cuando ya he metido mis cosas en el coche. —Que sí, mamá —suspiro y abro los brazos esperando el último abrazo y que me deje coger la carretera porque tengo siete horas de vuelta al campus. La estrecho con fuerza—. Y te mandaré un mensaje cada vez que pare para lo que sea. Ver tantas películas y escuchar tantas noticias me ha vuelto paranoíca. Me dan miedo muchas cosas y conducir sola por algunas carreteras es algo que no me agrada. ¿Y si el coche se me estropea por el frío y tengo que frenar en la interperie? ¿Y si un coche frena a mi lado y resulta ser de un psicópata? ¿Y si tengo que esperar a la grúa hasta el día siguiente o no conozco mi ubicación y el teléfono se me queda sin batería? —¿Llevas el cargador del coche? —me pregunta de nuevo. Que mi madre sea así tampoco ayuda. Asiento lentamente y cuando se aleja de mi, tengo que achuchar a mi hermano para que me despida. —¡Venga! No me verás hasta las próximas vacaciones. Se diga a meterse el teléfono en sus pantalones de chándal y con mucho pesar abre ligeramente los brazos y se deja caer contra mi cuerpo. Tiene trece años pero es casi de mi estaltura y está pasando por ese momento de rechazo al mundo salvo a los videojuegos y sus amigos. —Ten cuidado —me pide él también. Sonrío y se aleja de mi en cuanto tiene oportunidad. > Cuando consigo librarme de la lista de preguntas de mi madre, me digo a mi misma que lo llevo todo, que he revisado una y otra vez que me voy con lo mismo con lo que vine más un par de regalos por las navidades. Lo primero que hago al meterme en el coche es encender la calefacción y aún así me tengo que frotar las manos para coger el volante y que no se me agarroten los dedos. —¡Adiós! —canturreo desde dentro del coche antes de arrancar. Los veo alejándose por el restrovisor, los dos parados en mitad del jardín: mi madre agitándome la mano efusiva y Kyle... siendo Kyle con su teléfono. Las dos primeras horas las paso tranquila escuchando canciones pop algo melosas de la radio y para cuando me dan las seis de la tarde la emisora local se corta. Avanza el noticiero y anuncian lo que ya veo porque he tenido que poner los limpia parabrisas hace un rato. "Se avecina una tormenta helada que prevee caer en dos horas. Las autoridades recomiendan no conducir sin la revisión de los coches y las cadenas de nieve en las ruedas. La temperatura podrá caer a los menos diez grados así que acobijáos bien y a nuestros compañeros de carrera: cuidado y atención. Un saludo de Sally y..." Cambio la emisora con un suspiro y me cuesta planificar al momento. Acelero un poco más, espero salir de esta ciudad antes de la tormenta y me parece conseguirlo cuando el mismo anuncio pero con otras voces me salta a la hora y media y ya estoy experimentando los copos de nieve y el frío que la caleffación de mi camioneta no puede soportar. ¿Quedarme atrapada en mitad de la nada con una tormenta, unas pocas chocolatinas y un termo de café? ¿Por cuántas horas? ¿Y si se me congela el motor del coche? La tormenta no tarda en hacerse potente, ni siquiera me la espero tan fuerte y tan de la nada cuando el cirstal delantero se me empieza a llenar de nieve y no puedo ver nada. Los limpia parabrisas no pueden abrirme la vista tan rápido; empiezo a ponerme nerviosa y a pensar soluciones cómo que tal vez puedo parar un momento, buscar un hotel rápido y pasar la noche allí; pero no me da tiempo y cuando estoy de camino a un hotel a cuarenta minutos que hubieran sido casi dos horas por lo lento que conduzco, me topo con una estación de servicio junto a una gasolinera que parece algo vieja. No consigo verla mucho, la nieve lo dificulta todo y esconde el edificio hasta que consigo girar y entrar en lo que antes de la nieve sería el aparcamiento del lugar, ya ni se el cemento del suelo. No sé si me alivia o no ver más coches aparcados allí y la luz encendida dentro de la única planta de la estación de servicio. ¿Y si...? Vi una película en la que pasaba algo parecido, una de las personas era un asesino e iba matando a los que había encerrados con él. Pero en el coche me moriré de frío. Estiro la mano a los asientos traseros y encuentro mi abrigo. Maniobrando me lo consigo poner y me meto el pelo bajo la capucha con la cremallera hasta el cuello. Me hundo el teléfono en uno de los bolsillos y la cartera en otro; tras pensarlo mejor también me guardo los cascos y una chocolatina. Empujo la puerta y cuando pongo un pie en el suelo se me hunde ligeramente en la nieve. Me aseguro tres veces de haber cerrado el coche y la nieve se me pega al abrigo y a los pantalones mientras atravieso el camino hacia la estación. Observo todo. Hay una furgoneta cubierta de nieve, como si llevara allí mucho tiempo; un todoterreno negro y enorme, un mini al que la nieve no le ha conseguido tapar del todo el color rosa, otro coche más normal que no resalta en nada y una moto. Tiene que ser una locura ir por ahí en moto con el tiempo que lleva haciendo los últimos días. Está cubierta de nieve de arriba abajo y me siento momentáneamente mal por el conductor porque será el último que pueda retomar su camino. La puerta de la estación de servicio se traba un poco cuando intento abrirla, hago un barrido a lo que la tormenta ha acumulado contra ella y en cuanto entro y el calor de la calefacción me golpea, se me escapa un suspiro. —¡La puerta! —me grita alguien. Estiro la mano y pido perdón de forma silenciosa cerrando de nuevo la puerta. Me quito la capucha, el pelo me cae por todas partes algo húmedo; intento peinármelo con los dedos mientras camino a una mesa. No se escucha nada salvo un video en el teléfono de alguien y me tomo mi tiempo para quitarme el abrigo y dejarlo reposar en el respaldo de una de las sillas para que se seque. Me ajusto el dobladillo de mi jersey y escojo sentarme en una silla que me da visión a toda la estación por dentro. Se me para el corazón cuando veo que todos me miran, las seis personas. —¿Y tú cómo te llamas, rubita? —me pregunta un tipo robusto que hay sentado en un pequeño sofá junto a la puerta de entrada. Es un tipo grande, aún sentado veo que debe medir casi dos metros; lleva una sudadera y se le marcan los brazos grandes y unas manos que podrían apalastarme la cabeza si quisiera. Tiene el pelo rubio recogido en un moño y que me llame "rubita" cuando él es igual que yo, me parece algo tonto. Parece un leñador, tiene pinta de trabajar de algo que le haga tener ese cuerpo y esa rudeza que transimte. —Megan —respondo. Él asiente y su dedo gordo y largo se señala. —Erick. Asiento lentamente y antes de poder preveerlo una chica se sienta en la misma mesa que yo, y me sonríe con unos dientes demasiado blancos para ser naturales. —Cassidy, pero me puedes llamar, Cassy —me dice y alarga la mano por la madera ofrediéndomela con unas largas uñas pintadas de rosa. El coche rosa sólo puede ser de alguien que habla y se viste así tan... rosa. Demasiado para mi gusto. —Megan —repito y estrecho su mano lentamente aunque me parece un gesto algo tonto. En su lugar, cuando tengo mi mano contra la suya, me mira las uñas y tuerce el gesto. Yo aprovecho para ojearla: tiene una bufanda de color morado envuelta al cuello y su pelo pelirrojo (teñido) sobresale entre su ropa y hace más blanca su cara pálida. Se nota que es muy femenina a simple vista, perfectamente maquillada, con la ropa pulcramente conjuntada y unas facciones de chica muy definidas. Parece que nunca ha tenido granos y yo aún tengo unos cuantos pequeños en la frente que no puedo camuflar. Esta chica, además, parece el prototipo de princesa de cuento con ese pelo y esos ojos azules tan intensos. Mis ojos color simplones jamás podrían igualarlos. —Nosotros somos Ed y Norma. Giro la cabeza y saco mi mano de la mirada prejuiciosa de Cassidy. El matrimonio sentado en la mesa de al lado me sonríe y me caen bien enseguida. Tienen las manos entrelazadas y sus anillos de plata relucen sobre sus pieles oscuras. No son muy mayores, ni siquiera creo que pasen de los cincuenta pero ella tiene el pelo teñido de blanco y él la barba del mismo color a pesar de que su pelo es negro. Les sonrío de vuelta y es Norma la que me señala a un chico que hay sentado en su mesa. Tiene gafas y creo que el pelo se le pega a la frente porque no se lo lava, no por que se le haya mojado por la tormenta. Me da algo de repelús y me limitó a hacerle un gesto de cabeza con la expresión más neutra que puedo cuando se presenta como Tomy. Tiene pinta de rarito, no de rarito bueno, de rarito de película que disecciona animales atropellados. —Y luego está el chico guapo —me sigue diciendo Cassy en voz baja y su uña puntiaguda señala al fondo de la estación—. No ha dicho ni una palabra. El corazón se me para y siento un ligero calor en el pecho. Yo le conozco. No he hablado con él, jamás, tampoco habla en las clases pero está bien ver una cara que reconozco. Obvio el hecho de que esté ahí a saber cómo, a tres horas de la universidad y justamente en mi misma carretera. La curiosidad me pica, sin embargo cómo no está mirando ni siquiera hago el intento de que me vea para saludarle. Es misterioso, está en su faceta de Chico Misterio. Comparto dos clases con él en la facultad de arte y diseño. Yo estudio arte porque me gustaría dibujar en cómics y él se sienta en la última fila del pabellón y no habla con nadie. Es el Chico Misterio, así le llaman por ahí. Siempre va de negro y su apariencia da miedo; una vez escuché que vendía drogas, que era un mafioso. La gente se inventa demasiadas absurdeces pero tampoco descarto nada. No le conozco. No es el tipo de chico con el que me juntaría: musculoso, intimidante, lleno de tatuajes oscuros que le cubren las manos hasta el cuello y algunos piercings en la cara y las orejas. Ni siquiera lo he visto sonreír y todo eso en él lo hace ver muchísimo más mayor a lo que realmente creo que es. Tampoco sé su edad. Está ahí, sentado en un sofá contra la pared y junto a la ventana. Parece uno de los sitios más cómodos del lugar porque el sofá se ve ligeramente mullidito y tiene ese estampado de sofá de mujer mayor que se parece al viejo sofá que tiene mi abuela en su casa. Está encorvado sobre una mesa de cafetería y teclea en su teléfono con los dedos que los tiene igualmente tatuados. He escuchado rumores de que algunos tatuajes se los hizo él. —Es guapo ¿eh? —me insiste Cassidy—. Pero me lo he pedido yo. Su tono de voz no ha sido bromista, pero mi plan para estas horas en lo que amaina la tormenta no es discutir con nadie.

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