Isabella camina sin rumbo fijo, con el alma deshilachada. El aire fresco le roza la piel como un susurro, pero no logra apagar el incendio en su pecho. Mira de nuevo el papel y asiente. Luego toma el celular, marca el número temblando. Su corazón late desbocado, como si supiera que ese llamado cambiará todo. Después del segundo tono, una voz femenina contesta. Es un acento extranjero, elegante, pero frío. —¿Hola? ¿Quién habla? Isabella tarda un par de segundos en responder. Le cuesta sacar la voz. —Soy… Isabella Murano. La esposa de Benedict. La tía Irene me dio su número. Al otro lado de la línea, la mujer guarda silencio por un instante, como si procesara el nombre. Luego suspira. —¿Estás completamente segura de que quieres hacerlo? —Lo estoy —responde sin titubeos. Lo está. Nunca

