Deudas.

855 Words
Escondida, apure a recargar mi pistola y volví a disparar a un tipo que realmente se notaba no estaba entrenado para esto. Corrí por el almacén hasta encontrar a unos cuatro hombres, disparé a todos procurando no fallar, me escondí detrás de una enorme caja y me calmé un poco, creo que le atiné a todos, no escuche más ruidos de otras personas así que salí del escondite para encontrar charcos de sangre y uno de ellos luchando por su vida, le disparé en la cabeza y seguí mi camino. — ¿Por qué nunca me avisan cuando hay más de diez vigilando? —farfullé, hastiada. Revisé cuantas balas quedaban, suspiré y volví a sacar un cartucho para recargar. No me gusta quedarme sin municiones, pero es mejor que disparar 2 balas y volver a recargar en medio de la pelea, cosa que nunca se debe de hacer, eso sería una total idiotez. Además, siempre utilizo los cuchillos y navajas como último recurso. Caminé hasta el lugar indicado, me escondí detrás de una enorme caja que parecía de metal, me puse de cuclillas y recordé el plan: "disparar a cualquier cosa que se interponga en mi camino". Cerré los ojos, me levanté sigilosa y fui hacia ellos: 6 hombres cargando cajas pequeñas, sin armas. El jefe y sus perras no estaban por allí. Solté algunas maldiciones, no me gusta perder el tiempo. Disparé a 5 de ellos mientras me iba acercando a uno que se suponía era el más joven y nuevo, sus ojos asustados indicaban que sabía su destino, dio algunos pasos hacia atrás y su espalda chocó contra una gran caja de madera. Es bueno aceptarlo que negarlo, pero aún no, la muerte no te cederá ese beso sin responderme antes. Una sonrisa sádica salió de mis labios sin intención, pero disfrutaba el miedo de aquel joven muchacho. — ¿El Jefe? —Pregunté, él titubeó antes de contestar, lo tenía acorralado contra una caja y mi arma en su barbilla. — Habla ahora o haré que calles para siempre, niño. Sus ojos se volvieron cristalinos, a punto de llorar. Se nota que es nuevo, y a mí me encanta asustarlos con líneas muy teatrales. —Está... E-en una de las cabinas de seguridad —gimoteó, nervioso. — ¿Cuál exactamente, cariño? — Pregunté entrecerrando los ojos, apreté los dientes y presioné un poco más el arma contra su barbilla. —En la cabina 4C, al final del almacén, donde cargan los camiones — Soltó apresurando sus palabras, tragó saliva y trató de calmar un poco el temblor de sus manos. —Muy bien hecho, soplón —me burlé. Me aleje de él y cayó al suelo por los nervios. Pobre, si no lo mato yo, lo torturarán por bocón. Hice una mueca, él jadeaba y miraba el suelo, decidí hacerle un favor. La bala atravesó su cabeza y la sangre se esparció por todos lados. Ladeé la cabeza, avancé sin preocupación. —Espero te hayan pagado por adelantado. — Alenté, como si esperara una respuesta devuelta. Caminé y me ubiqué un poco, observando todo con detalle. “Cabina 4C”, bien, a por ello: el Jefe Bertolli y mi dinero. Estaba cansada de esperar por él, y sus excusas me estaban empezando a exasperar. Todos los hombres creían que podían jugar con la única Fitzgerald que quedaba con vida, pues me seguían viendo como una niña. Pero las noticias corrían como la pólvora, y la mayoría ya tenía idea de lo que había sucedido hacía ya unas semanas. Keller McCry había muerto, el Jefe que había surgido con envidiable rapidez y con quien muchos esperaban hacer negocios. Él y sus dos hijos habían amasado una gran fortuna, con propiedades y personas de la política de su lado, se sabía que no había nada legal detrás de sus negocios, y en menos de unos 3 años, encabezaba la lista del mafioso más importante en el país. Luke y Terry eran sus únicos hijos, su esposa había muerto de cáncer en el segundo año que habían logrado la gloria. Keller había entrado a mi casa, tal como los secuaces de otros jefes habían intentado entrar, en busca de una joya muy particular que había estado en mi familia por muchos años. Pero al no encontrar nada, decidió quedarse esperando por mí. Él mismo en sus preguntas me permitió llevarlo al infierno, y asesinarlo me colocó otra vez en el juego, el apellido de mi familia sería nuevamente respetado. Pero su muerte implicaba más que respeto. Obtuve con ello más atención, de la buena y de la mala, que interrumpía un poco mi proceso para recuperar el dinero que mis padres habían malversado en sus días de mayores glorias. Después de enterrar a mis padres, me dediqué a restaurar todo aquello que les habían tratado de arrebatar, y el respeto por nuestro apellido debía permanecer intacto. Así que cada día que pasaba, estaba entrenando para matar, para ser sicario, para recuperar el dinero, para recordarle a todos los que una vez los Fitzgerald le tendieron la mano que nos debían más que respeto.
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