Eran justo las nueve de la mañana cuando Marianela abrió los ojos y despertó de un largo sueño. El sol entraba por su ventana y los rayos ya bañaban los muebles que estaban cerca del balcón.
Ella se irguió, sintió un leve dolor de cabeza, pero nada grave que no le permitiera continuar con sus actividades. Se tocó la frente, aún estaba ligeramente inflamada el área donde había sido el golpe y el olor penetrante del ungüento aún yacía en su piel.
Marianela se puso de pie, tomó el albornoz y se lo puso encima del camisón. Después caminó hacia el baño para poder reflejarse en el espejo y ver el daño que había quedado de su intento de escape de ayer.
Al notar la herida, resopló.
⎯¡Qué estúpida! ⎯ Se reclamó, al notar que su rostro ahora se veía un poco raro.
Con cuidado se lavó el rostro con el agua que, muy temprano por la mañana, seguro había subido al baño. Se peinó un poco la trenza, y después salió para buscar algo qué ponerse. Se sorprendió al ver una pila de paquetes sobre el pequeño sillón.
Un golpe en la puerta la asustó.
⎯¿Diga? ⎯ habló.
⎯Señora Marianela, le traigo su desayuno ⎯ escuchó la voz de una de las muchachas.
⎯Adelante ⎯ contestó, para comenzar a desamarrar el lazo que unía los paquetes.
La puerta se abrió y enseguida Rosario entró cargando una bandeja con el desayuno. El olor a café de olla se extendió por toda la habitación, opacando el del ungüento que traía todavía en la frente.
⎯Buenos días, señora.⎯ Saludó Rosario, para luego depositar la bandeja sobre la mesa.
⎯Gracias ⎯ dijo, Marianela.
Rosario terminó de ponerle el servicio y se dio la vuelta para salir. Sin embargo, Marianela le pidió que se quedara un momento.
⎯¿Sabes de qué son estos paquetes? ⎯ preguntó.
⎯Pues, llegaron muy temprano por la mañana, no sabemos qué son. Simplemente, el patrón nos pidió que lo subiéramos a su habitación.
⎯¿El patrón?, ¿ya se fue? ⎯ inquirió Marianela, curiosa.
⎯¡Uy sí!, desde muy temprano. Aunque la verdad no sé cómo es que pudo levantarse, debió haber pasado una noche muy incómoda, dormido en el sillón.
⎯¿Sillón?
⎯Sí, cuando subimos los paquetes, él se encontraba recostado sobre el sillón, hecho bolas porque no cabe, está rete alto.
⎯¿Entonces, el señor no durmió en su habitación?, ¿cómo?
⎯No sé, señora, la verdad. Y ahora, si me disculpa, tengo muchas cosas qué hacer.
Rosario caminó hacia la puerta y de nuevo Marianela pronunciación su nombre:
⎯¿Rosario?
⎯Diga señora.
⎯Quiero pedirte una disculpa por lo que pasó ayer. No era mi intención hablarte así y mucho menos ofenderte. Me sentía algo vulnerable y enojada. No suelo ser así.
Rosario sonrió.
⎯No se preocupe, señora. Con su permiso.
Rosario salió de la habitación, dejando sola a Marianela, y ella, se dedicó a abrir los paquetes que tenía sobre el sillón. Cuando logró abrir el primero, una sonrisa se dibujó en sus labios al notar que eran los vestidos que ayer había pedido.
Adentro, había una nota escrita con una letra bastante singular y rápida. Marianela la leyó.
Marianela:
Espero que estos vestidos te hagan sentir más cómoda en tu estancia. Le pedí a la modista que trabajara toda la noche en ellos para que los tuvieras al amanecer.
Saludos.
Rafael.
La mujer dejó la nota al lado y con las manos sacó un hermoso vestido de algodón ligero, que solo al tacto se le hizo increíblemente fresco. Era de cintura alta, con un escote modesto, y las mangas eran cortas y abullonadas, con detalles de bordado.
El primero era de color blanco, pero al abrir las otras cajas se fijó que había otros de diferentes patrones en la tela: flores, colores pastel, y una hermosa falda que combinaba con varias blusas que ya tenía.
Entre todos los vestidos, Marianela encontró un atuendo para montar a caballo, algo que ella no había solicitado. Era un conjunto de chaqueta y una falda. La chaqueta estaba ajustada, con un cuello alto y de un color café. La falda era amplia y larga, lo bastante cómoda para montar un caballo. Para coronar, un sobrero de ala ancha, decorado con una pluma, yacía en otro de los paquetes.
En ese instante, Marianela se sintió un poco mal por el berrinche que le había hecho a Rafael la tarde anterior, y supo que había actuado mal. Después de la plática de ayer, se había quedado reflexionando sobre sus palabras hasta quedarse dormida. Él tenía razón, si iban a vivir juntos tendría que ser en paz, y no tenía caso que ella intentara escapar; no tenía a dónde ir.
Así, Marianela tomó uno de los tantos vestidos y se lo puso. Cuando estuvo lista, se reflejó frente al espejo y se acomodó el medallón de plata, y el anillo de bodas que traía sobre su mano izquierda. Con mucha atención se hizo un peinado trenzado, y se sentó a disfrutar del desayuno.
Cuando terminó. Se lavó los dientes frotándose la pasta hecha de ceniza, sal y hierbas trituradas y al terminar, salió de la habitación para comenzar su día. Al llegar al corredor principal, notó que la mayoría de las habitaciones se encontraban cerradas bajo llave, y que solo la de él y ella estaban disponibles.
Por un momento, la curiosidad de saber qué escondía las demás le invadió el pensamiento, pero aún no se sentía con la autoridad para ordenar que se las abrieran. Así que ella caminó y bajó las escaleras, para encontrarse con la hermosa sala con elegantes muebles, y los ventanales abiertos, de par en par, para que el aire corriera.
⎯Señora Marianela.⎯ Escuchó una voz.
Marianela volteó hacia la puerta que daba al jardín y vio a Prudencia entrar.
⎯Buenos días ⎯ saludó con educación.
⎯Buenos días, señora. Espero haya dormido bien ⎯ dijo la mujer.
Marianela se quedó en silencio. Se sentía cómo una completa desconocida en aquel lugar y no sabía qué hacer. En verdad, era la primera vez que ella se encontraba en un sitio tan grande como este, con tanto personal y con la responsabilidad de dirigir la casa. Cuando vivía en la ciudad, todo era muy diferente.
⎯¿Se le ofrece algo, señora? ⎯ Inició la conversación Prudencia, al ver que Marianela no decía nada.
Ella sonrío, pero no dijo nada.
⎯¿Quiere que hagamos un recorrido por la casa?, el sol está muy bonito y el aire corre fresco. Si usted gusta podemos ir al jardín, la capilla, la bodega, la biblioteca.
⎯Sí, sí, me gustaría.⎯ Aceptó de inmediato.
Prudencia le hizo una seña para que le siguiera. Ambas se pusieron en camino y salieron por la puerta que daba hacia el jardín. Marianela se sorprendió al ver el amplio y hermoso jardín que tenía de frente.
Todo estaba lleno de flores de distintos colores, había árboles altos y frondosos que hacían sombra. Debajo de ellos, se encontraban los muebles para el jardín y, en medio de todo, una hermosa fuente que jugaba con el agua cristalina.
⎯El doctor salvó el jardín. Cuando llegó esto estaba hecho un desastre y le pidió a los jardineros que lo restablecieran todo. Los muebles para el jardín llegaron ayer por la mañana ⎯ relató Prudencia.
⎯¿El doctor suele venir mucho al jardín?
⎯A veces, señora. La verdad es que él se encarga de la clínica y trabaja muy duro allá, no le gusta pasar mucho tiempo en esta hacienda. Al parecer, le trae malos recuerdos y prefiere evitar caminar por sus alrededores.
Marianela se quedó en silencio, por un momento le pasó por la mente que él no quería estar ahí debido a su presencia, pero Prudencia le quitó la duda de inmediato.
⎯El doctor tuvo una infancia muy fea aquí, y le trae malos recuerdos. Es todo, no lo tome personal.
La esposa del doctor sonrío y continuó caminando por todo el jardín hasta llegar a una capilla. Al entrar, vio la figura de la virgen de los Remedios.
⎯Esta es una capilla a donde todos tienen acceso. Si usted gusta, el padre puede venir a confesarla. Hay misa todos los domingos para los trabajadores.
⎯Rafa… mi marido, ¿él viene a misa? ⎯ inquirió, Marianela.
⎯No señora, él no viene.
Marianela suspiró.
⎯Entonces, ¿él nunca está aquí? ⎯ preguntó, al notar que todas las prespuestas siempre eran negativas.
⎯No, nunca está. Solo viene a dormir y a comer. Por la mañana baja a los cafetales, y no más. Aunque bueno…
⎯¿Qué? ⎯ dijo ella curiosa.
⎯Algunas tardes, cuando llega temprano de la clínica, sale a cabalgar. Recorre más allá de los cafetales y luego regresa para cenar.
Marianela sonrío. De pronto se imaginó a Rafael, con ese porte galante y esa figura maciza, montado en el caballo y cabalgando hacia el atardecer.
⎯Esta es una de las entradas a la biblioteca.⎯ Prudencia le señaló una puerta de madera que daba hacia el jardín ⎯. También puede entrar por la casa, ¿quiere que pasemos o la llevo a la bodega?
⎯¿Bodega?
⎯Sí, la bodega de víveres. Ahí almacenamos la comida para toda la hacienda. Cada lunes llega lo que pedimos los viernes. Se tiene que hacer una lista de todo lo que falta y lo que se quiere pedir en caso de algo especial.
Las dos caminaron hacia un gran edificio, con una imponente puerta de madera. Prudencia, quien traía las llaves, la abrió de para en par, mostrando lo que había adentro.
La bodega de alimentos se encontraba en un rincón estratégico de la hacienda, cerca de la casa principal, pero lo suficientemente apartada para evitar que los olores de los alimentos lleguen a las áreas de estar.
Al entrar en la bodega, envolvió a Marianela en una sensación de frescura y un agradable aroma a tierra y productos agrícolas. El interior estaba iluminado por pequeñas ventanas enrejadas que permitían la ventilación y evitaban la acumulación de humedad.
En el suelo, se extendía una capa de paja seca y hojas de maíz, que servían como aislante natural y como ayuda para mantener la temperatura adecuada para la conservación de los alimentos.
Las estanterías y repisas de madera, cubrían las paredes de la bodega. En estas se guardaban alimentos en diferentes estados de conservación. Grandes sacos de maíz y frijoles se apilaban en un rincón, mientras que cajas de madera albergaban frutas y verduras frescas, cuidadosamente seleccionadas de los campos de la hacienda. Los frascos de cristal y cerámica almacenaban conservas caseras, como mermeladas, chiles en vinagre y frutas en almíbar.
En un rincón aparte, se encontraba un barril de madera lleno de agua, fresca y cristalina, destinada a mantener frescos los alimentos y para uso cotidiano en la hacienda. También había una pequeña área para la carne, donde ganchos de hierro sujetaban piezas de carne que se curaban o ahumaban para su conservación.
⎯Esto esto… increíble ⎯ expresó Marianela, al ver tanta comida ahí.
⎯El doctor quiere que tengamos la bodega abastecida, sobre todo ahora que son tiempos de guerra. Toda esta comida no solo es para la casa grande, sino para los trabajadores de la hacienda y sus familias. Cada domingo se les da una despensa para la semana, para que no les falte nada.
Marianela sonrío.
⎯¿Quién se encarga de su cuidado?
⎯Los empleados. Ellos revisan regularmente los alimentos almacenados, retirando aquellos que muestran signos de deterioro. Aunque, evitamos que eso pase porque no debemos desperdiciar. Siempre tenemos que estar alertas antes de que la comida pase de caducidad.
⎯Ya veo.
Marianela caminó entre los sacos de maíz y frijol y se fijó en una puerta de madera que estaba hasta el fondo.
⎯¡Qué hay ahí? ⎯ preguntó.
⎯No lo sé. No tengo llave para abrir esa puerta, así que creo que no contiene nada adentro.
⎯Vaya ⎯ murmuró, Marianela, para luego regresar hacia Prudencia ⎯.¿Quién se encarga de las listas de víveres y de las despensas?
⎯Pues yo. La verdad me las arreglo bastante, ya que no sé leer ni escribir. Suelo pedirle al doctor que me ayude escribiendo la lista para dársela al proveedor. Así que es doble trabajo.
⎯Yo, yo puedo encargarme de eso.⎯ Se ofreció, Marianela⎯. Yo sé escribir, torpemente, pero sé hacerlo.
⎯¿De verdad?, eso nos ayudaría mucho, señora. Si usted se encarga de las listas y la bodega, yo puedo encargarme de las otras cosas de la casa.
⎯¿Cómo qué? ⎯ preguntó Marianela, con curiosidad.
⎯Pues de la administración del personal, hacer los menús semanales, supervisar la cocina… en pocas palabras, comandar la casa grande.
En ese instante, a Marianela se le vino en mente la frase del doctor:¿qué clase de hombre sería yo si no amo lo que se me ha heredado?
Al notar todo lo que tenía a su alrededor, supo lo que tenía que hacer.
⎯Yo me encargaré de eso también.
⎯¿Usted?
⎯Sí, es mi casa, ¿qué clase de mujer sería si no atiendo mi hogar?, ¿no es así?
Prudencia sonrío.
⎯Bueno, si usted gusta. Entonces le presentó el resto de la casa y al personal, les digo sus tareas y usted ya dispondrá. Incluso, si gusta, todavía está a tiempo de cambiar la cena del doctor.
⎯No, creo que por ahora dejaré que la cocinera lo haga ⎯ respondió.
⎯Bueno, pues como usted desee.
Marianela y Prudencia continuaron caminando por la casa. Después, le presentó a todos los que atendían la casa grande y conoció lo que hacían. Todos se comportaron amables, e incluso, escuchó que una muchacha joven se alegraba de que por fin el doctor tenía una presencia femenina en la casa. Y lo mejor es que era una mujer: fina y de clase.
Finalmente, la tarde cayó y Marianela se arregló para bajar a cenar, justo como le había pedido su marido. Era parte de un trato que no pensaba incumplir, ya que sentía que si lo hacía, Rafael podría prohibirle algo.
Cuando vio la carreta entrar a la hacienda. Ella se preparó para bajar y cenar con él. Pero, al salir de la habitación, el aspecto del doctor la sorprendió, al verlo llegar con las ropas llenas de sangre.
⎯No te asustes, no es mía ⎯ le habló con esa voz grave que poseía ⎯. Es de una paciente que llegó con una hemorragia y…
⎯No te preocupes, estoy acostumbrada a ver eso ⎯ contestó Marianela.
Rafael esbozó una leve sonrisa.
⎯Solo me aseo y bajo para cenar.⎯ Y después, abrió la puerta de su habitación para desaparecer.
Marianela se quedó un instante en el pasillo. Era tan raro convivir con Rafael, por ahora. Pero no porque fuera un hombre diferente o llegara lleno de sangre en las ropas, si no, porque ella, no sabía lo que era convivir con un hombre por un periodo de tiempo largo.
Genaro, su exmarido, solía dejarla sola por meses. Marianela estaba acostumbrada a desayunar, comer y cenar sola, e incluso, a que nadie compartiera el lecho con ella. Así que ver entrar a su marido para, después, cenar juntos, era algo nuevo para ella.
Marianela bajó al comedor, y se asombró al ver como estaba iluminado por un bonito candelabro de araña, donde las velas ardían desplegando luz por el lugar. El comedor, de doce personas, contaba solo con dos servicios puestos. Uno en la cabecera y el otro a su lado.
Su lugar daba hacia las bonitas ventanas del comedor, que mostraban la vista del jardín, iluminado por antorchas. El aire fresco también entraba indiscretamente.
⎯¿Nos sentamos? ⎯ Escuchó la voz de su marido.
Cuando ella volteó, vio a Rafael vestido con unos pantalones de algodón de color gris y una camisa de cuello largo hecha de algodón. Ya traía las manos y el rostro limpios, e incluso, se notaba que se había arreglado el cabello.
Esa mirada que tenía se posó en Marianela, y sus ojos verdes brillaron con un destello que, por un segundo, fue más fuerte que el de las mismas velas.
Rafael jaló la silla de Marianela para atrás, invitándola a sentarse. Cuando ella lo hizo, Rafael se sentó en la cabecera, y le sirvió un poco de agua freca en el vaso.
⎯Gracias ⎯ contestó ella.
⎯De nada.
Los dos se quedaron en silencio. Al parecer, él era de pocas palabras y ella, no sabía de qué hablar. No tenía mucha experiencia en iniciar conversaciones. Cuando vivía con Genaro, él era quien relataba sus historias de guerra, mientras Marianela escuchaba.
Momentos después, la cena llegó: un rico cordero en adobo, acompañado con arroz y unas tortillas hechas a mano. Marianela, al ver el platillo, abrió los ojos, sorprendida.
⎯Es comida de hacienda.⎯ Justificó él.
⎯Sí, lo sé… solo que no estoy acostumbrada a comer tanto por las noches.
⎯¿Qué cenabas tú allá?
⎯Bueno, en realidad no cenaba mucho. La mayoría de las veces quedaba tan satisfecha de la comida que, no probaba alimento por las noches.
El doctor alzó la ceja, y luego de remojar la tortilla en el adobo, le dio una mordida que hizo que a Marianela se le antojara su propia comida.
Una vez más quedaron en silencio. El doctor se dedicó a comer, concentrado en cada bocado que daba, y Marianela, movía el tenedor por el arroz y daba pequeños bocados.
Rafael volteó a verle y sonrió.
⎯Te acostumbrarás. Yo jamás había comido tan rico como lo hago aquí ⎯ confesó ⎯. No solía tener acceso a tanto, por eso lo disfruto.
Ella suspiró. Tomó un bocado y lo se lo metió a la boca. El sabor del adobo tocó su paladar, y pudo sentir cada uno de los ingredientes. No dijo nada; el doctor tampoco le pidió que hablara.
⎯¿Sueles cenar solo? ⎯ preguntó Marianela.
⎯No. Pero esta es la primera vez que uso este comedor.
⎯¿Dónde cenabas antes?
⎯En la cocina. Me siento más a gusto.
⎯Ya veo.
Rafael volteó a verla. Cogió el vaso de cristal y tomó un poco del agua fresca que había dentro.
⎯Eres una mujer solitaria como lo soy yo ⎯ le dijo.
⎯¿Cómo? ⎯ preguntó ella.
⎯Somos pésimos conversando, ¿cuánto tiempo te dejaba tu exmarido sola?
⎯Pues, seis meses… pero lo entendía. Incluso, siempre he entendido la vida militar. Mi padre solía ser médico militar e irse varias veces de campaña. Yo me quedaba con mi abuela por meses. Ella prácticamente me crió.
⎯Y, ¿tu madre?
⎯Murió en el parto. Sé que es una ironía porque mi padre era médico. Pero justo estaba de campaña cuando yo nací. El médico que la atendió no logró salvarla. También se llamaba Marianela, como yo.
Rafael esbozó una leve sonrisa.
⎯Ya veo porque Castro me dijo que eras la indicada. Lo comprobé hace rato cuando me viste las ropas manchadas de sangre.
⎯Solo es sangre. He visto cosas peores.
⎯Seguro que sí ⎯ murmuró Rafael.
Marianela dio otro bocado.
⎯¿Por qué no te gusta pasar tiempo en la hacienda?
⎯Lo estoy pasando.
⎯No, me dijo Prudencia que no te gusta pasar tiempo en la hacienda. Que prefieres pasarlo en la clínica, en el pueblo.
⎯Pues, es mi trabajo… ⎯ respondió Rafael.
⎯Sí, pero, ella dice que no te importa nada de lo que está aquí. Que no te trae buenos recuerdos.
Rafael dejó la tortilla sobre el plato y se limpió las manos con la servilleta de tela. Después tomó un sorbo de agua y volteó a verla.
⎯Nací en esta hacienda. Fui producto de una violación. El dueño de esta hacienda, tomó a la fuerza a mi madre y nací yo. Viví aquí en condiciones deplorables. Mi madre limpiaba cada una de estas habitaciones, conmigo a cuestas y soportando humillaciones de mi padre. Un día, él le dijo que se iba a casar con una mujer de clase y que tendría que mantener en silencio, que tenía un hijo bastardo. Le prohibió que yo entrara a la casa grande, y que me atendiera en el día.
«Mi madre, por no perder el único trabajo que nos mantenía, me dejó solo en la casa donde compartíamos. Pasaba hambre, y cuando me enfermaba no había nadie que cuidara de mí. Un día, moría de hambre y entré por la cocina para robarme un pedazo de pan. La señora se dio cuenta, y mi madre se echó la culpa. Mi padre la molió a golpes, y yo, al percatarme de lo que sucedía, me metí a defenderla.
«Ese día casi muero. Recibí tantos latigazos con la fusta, que me desmayé del dolor. Mi padre casi me mata, y lo habría hecho si no fuese porque mi madre le recordó que era su hijo. Finalmente, mi madre le dijo a mi padre que me enviaría lejos, con la única condición de que me pagara una carrera para ser doctor. Él lo prometió. Al siguiente día me mandaron lejos de aquí y jamás supe de mi madre otra vez.
Marianela se quedó en silencio, al escuchar el relato del doctor.
⎯No sé qué vida tuvo mi madre aquí, pero sé que descansó cuando la plaga se la llevó junto al resto de la familia. Mis medios hermanos murieron, al igual que la señora. Mi padre se casó otra vez con tal de tener descendencia, pero no fue así. Su esposa, joven, murió en parto junto con el niño. Finalmente, la hacienda se quedó a mi nombre y ahora, aquí estoy.⎯ Suspiró ⎯. No me gusta estar aquí porque no hay nada bueno que me haga quedarme.
⎯Lo entiendo ⎯ contestó Marianela ⎯. Aunque, si quieres mi opinión. Creo que si vamos a vivir aquí, deberías poner un poco más de atención a la Casa Grande. Hoy estuve en la bodega, en el jardín y los alrededores. Hay lugares lindos, pero otros muy descuidados, creo que deberías arreglarlos, antes de que sea demasiado tarde.
Rafael sonrió de lado.
⎯¿Para qué arreglarlos si tú tampoco quieres estar aquí?
⎯Bueno, solo era una opinión. Supongo que si tu decisión ya está tomada, no vale la pena decirla.
Rafael se acercó al rostro de Marianela. Lo hizo a milímetros de él, poniéndola nerviosa, casi rozando sus labios con los de ella.
⎯¿Y por qué no me convences? ⎯ preguntó con esa voz grave y melódica.⎯ Convénceme, y veremos si hago lo que me pides.
La tensión creció entre los dos, y los hermosos ojos del doctor se clavaron en la mirada de Marianela, oscura como el ébano. Por un segundo se quedaron así, para luego el doctor ponerse de pie y dejar la servilleta sobre la mesa.
⎯Buenas noches, Marianela. Que duermas bien ⎯ pronunció.
Dejando a la mujer con los nervios en el estómago, el tono de su voz en sus oídos y esa frase en la mente «convénceme». Si tan solo supiera de qué.