Santiago Rude La noche ya me pertenecía desde antes de empezar. Mientras la luna se desangraba lentamente sobre el bosque, yo observaba la manada desde lo alto de una colina. No tenía prisa. Me gustaba mirar cómo la calma se estiraba justo antes de romperse. El humo suave de los hogares, los niños corriendo descalzos en la tierra húmeda, las madres cantando para que sus cachorros durmieran. La ilusión de seguridad, de unidad, de fuerza. Se notaba que eran grandes. Una manada bien establecida, con vigilancia nocturna, guerreros marcando los perímetros, centinelas sobre los techos. Incluso tenían una pequeña red de señales para alertarse entre sí. Ingenioso. E inútil. — Que no quede ninguno con garras — ordené a mis hombres. Mi voz fue un cuchillo, y ellos, como siempre, la hoja obedient

