Regreso a la mesa después de recomponerme y esta vez lo hago con gesto solemne y el corazón latiéndome con fuerza, como si cada paso que doy en dirección a mi silla es una prueba de resistencia. Azrael está exactamente en el mismo sitio donde estaba antes de que me sacara del comedor como un maldito troglodita, y ahí está, como si no se hubiera movido ni un centímetro. Ni siquiera me mira. Me siento con la espalda recta, cruzando las piernas bajo la mesa, sintiendo las miradas como cuchillas afiladas, rozándome la piel. Todos me observaban, menos él. Azrael me ignora por completo. El silencio se alarga apenas un segundo, lo suficiente para que yo sienta que el aire se vuelve denso, viscoso, como miel caliente, deslizándose por mi nuca. Tomo la servilleta con los dedos temblorosos, y la p