Suelto un grito cuando despierto en mi cama, apenas vestida con la ropa interior, y Abel a mi lado. Él se despierta de un salto y también grita, pero luego ríe y refriega su rostro. —Por Dios, Micaela, casi me hacés agarrar un infarto —expresa. ¿Qué demonios hice? Maldita sea. ¿Por qué cada vez que estoy con él me emborracho y después no recuerdo nada? Mira mi expresión mortificada y muere de risa. Me tapo los ojos cuando se levanta, imaginando que está desnudo, pero todavía tiene su bermuda puesta. Arqueo una ceja. —¿Qué pasó? —le pregunto con voz temblorosa. —Si te cuento vas a querer enterrarte diez metros bajo tierra. —Bosteza y recorre mi cuerpo semidesnudo con ojos hambrientos. Trago saliva e inmediatamente me pongo el primer vestido que encuentro en el ropero, es rosado