Cuatro segundos pasan, cada uno contado por mí, cuando sus manos grandes se posan en mis hombros, como si pretendiera darme un masaje. Sus pulgares rozan la piel de mi cuello y hasta mi nuca, con movimientos lentos y casi inexistentes que me erizan y aceleran mi respiración. Cierro los ojos, aunque soy consciente que pronto me pondrá el antifaz y ya no veré nada, pero me he acostumbrado a sentirlo así; supongo que será eso que llaman gusto adquirido. Su respiración se siente cada vez más cerca, tranquila, profunda; no como la mía, que se nota errática e inestable. Estoy esperando su siguiente gesto. Y no demora. Su nariz se presiona contra mi piel en el hueco de mi cuello y sube hasta mi oreja, respirando profundo todo el camino. Sus dientes muerden con fuerza el lóbulo y yo dejo salir