CAPÍTULO 2.

2850 Palabras
El Mount Sinai Hospital siempre tiene ese murmullo de fondo que nunca cesa, una sinfonía de pasos apresurados, pitidos de monitores y el tono sereno, pero decidido de los médicos y enfermeras que se mueven de un lado a otro. A pesar del constante ir y venir, yo encuentro cierto consuelo en la rutina. Pasar de una habitación a otra, revisar expedientes, hablar con los pacientes y sus familias, todo formaba parte del ciclo de mi día. Estoy terminando mi ronda en la planta de pediatría cuando me detengo en el mostrador de enfermería para completar el historial de un niño que había ingresado la noche anterior con convulsiones febriles. Mientras reviso los apuntes, el susurro emocionado de las enfermeras me saca de mi concentración. Levanto la vista y veo cómo se inclinan unas sobre otras, claramente entusiasmadas. —Lo viste, ¿verdad? —dice una de ellas, casi conteniendo un chillido. —¡Por supuesto! ¿Cómo no verlo? Alto, con esa mandíbula perfectamente esculpida y esa mirada... Dios santo, me derretí —responde otra. —Está en emergencias con un paciente, pero no es médico. ¡Es el esposo de alguien! —murmura una tercera, como si acabara de revelar un secreto prohibido. Sonrío con suavidad, entretenida por el alboroto que causaba un hombre atractivo en medio de un hospital. A pesar de la seriedad del entorno, el personal siempre encontraba algo en qué distraerse. Entonces, una de las enfermeras llega corriendo al mostrador, agitada y con el rostro encendido. —Es su esposa —anuncia en un susurro apremiante—. La trajeron hace unos minutos. Intentó hacerse daño. La han llevado a la habitación doscientos seis y llamaron a psiquiatría. Al parecer, tiene un episodio… esquizofrenia. El ambiente cambia de inmediato. Las sonrisas y risitas se apagan, sustituidas por un silencio tenso. Conocíamos casos así, lo delicado que eran y lo difícil que debía ser para la familia. —Sean prudentes con sus comentarios —advierto con voz calmada pero firme. No espero una respuesta; solo quiero recordarles que detrás de cada paciente hay una historia, un sufrimiento real. Dejo el expediente sobre el mostrador y me alejo por el pasillo, enfocada nuevamente en mi trabajo. Pero en cuanto mis ojos captan la figura de un hombre alto, vestido con un elegante traje a medida, todo mi mundo se paraliza. El tiempo parece congelarse mientras lo observo hablar por teléfono con expresión tensa. Cada línea de su rostro, la manera en que pasa una mano por su cabello claro, la forma en que su mandíbula se contrae... todo es inquietantemente familiar. Porque lo conozco. Porque había bailado con él hace dos semanas en aquel club, bajo luces tenues y música que vibraba en el aire. Porque había sentido sus manos en mi piel, su aliento contra mi cuello. Porque me había acostado con él. El aire me quemó los pulmones cuando tomé una bocanada brusca, intentando asimilar lo que veía. Él no era simplemente “Zane”, el hombre con el que había compartido una noche de pasión y el que aún se colaba en mis sueños húmedos. Él era el esposo de una mujer que ahora estaba internada en la habitación doscientos seis por un intento de suicidio. Mis piernas amenazan con ceder, pero me obligo a mantenerme firme. Quiero apartar la mirada, darme la vuelta y desaparecer, pero en ese instante él levanta la cabeza y nuestros ojos se encuentran. Veo la sorpresa en su rostro, seguida de una sombra de reconocimiento y luego, una emoción imposible de descifrar. Por un instante, ninguno de los dos se mueve, atrapados en un momento que nunca debió haber existido. Entonces, su teléfono baja lentamente de su oído, como si el mundo exterior hubiera desaparecido y solo quedara la realidad brutal que nos envuelve. Antes de que pueda reaccionar, la figura del jefe de psiquiatría aparece en la escena. Se acerca a él con profesionalismo y le dirige una mirada compasiva antes de hablarle en voz baja. —Señor Martinelli, vamos a suministrarle un tranquilizante a su esposa. Está muy agitada y creemos que es lo mejor en este momento. Martinelli. Un hombre comprometido con una mujer que sufría una enfermedad debilitante y no el hombre libre y sin ataduras con el que creí había pasado la noche. «Un esposo». Un escalofrío recorre mi piel. Siento la sangre abandonar el rostro y tengo que apretar los puños para evitar que mis manos tiemblen. Él aparta la mirada del médico solo un segundo para volver a mirarme, como si estuviera esperando mi reacción. Como si esperara... algo. Pero no hay nada por decir. Me obligo a recomponerme, a apartar la vista y girar sobre mis talones, alejándome con pasos rígidos por el pasillo. Mi corazón martillea en mi pecho, y el sonido de mi propia respiración se mezcla con el bullicio del hospital. No debería importarme. No debía sentir nada. Pero en ese momento, todo lo que podía pensar era que había cometido un error del que nunca podría escapar. Me deslizo dentro de mi consultorio y cierro la puerta con más fuerza de la necesaria. Mi pecho sube y baja rápidamente, y siento la presión de un nudo formándose en mi garganta. Aprieto los ojos con fuerza y apoyo la espalda contra la puerta, tratando de controlar el temblor en mis manos. No porque significara algo, sino porque me siento terrible y avergonzada. El recuerdo de Carlos me golpea con la misma intensidad. Su traición, su descaro, la manera en que me rompió sin siquiera titubear. Y ahora, sin darme cuenta, estoy en la misma posición que la mujer a la que una vez quise arrancarle los ojos. El asco que siento por mí misma es casi insoportable. Un golpe en la puerta me hace dar un respingo. Mi corazón late desbocado hasta que una voz familiar me devuelve un poco de calma. —Doctora, soy yo, Patricia. Tengo los resultados de los análisis que solicito. Respiro hondo y me obligo a recuperar la compostura. Camino hacia la puerta, le quito el seguro y la abro con una sonrisa forzada. Patricia, una de las enfermeras del área de pediatría, me entrega una carpeta con una mirada de preocupación. —Gracias, Patricia —digo mientras hojeo los resultados, reprimiendo la sensación que sentí hace unos minutos. Tal como lo había sospechado, la pequeña Martha tiene el síndrome de Rett. No es una noticia fácil de dar, pero el diagnóstico temprano permitiría que recibiera la atención y los tratamientos adecuados para mejorar su calidad de vida. Tomo aire, mentalizándome para la conversación que tendría con los padres de la niña. Este tipo de noticias no son fáciles de dar y mucho menos de asimilar para los padres. —Al menos lo hemos detectado a tiempo —murmura Patricia, como si leyera mis pensamientos. Asiento, cerrando la carpeta. —Sí. Con el tratamiento adecuado y la terapia, podremos ayudarla a manejar los síntomas. Patricia me dedica una sonrisa de apoyo antes de retirarse. Me quedo sola por un momento, dándome el lujo de cerrar los ojos y tomar aire profundamente antes de salir de mi oficina. No tengo tiempo para lamentarme por mis errores. Hay una pequeña que necesita mi ayuda. Con la carpeta en mano, salgo del consultorio, enfocada en mi camino hacia la habitación donde me esperan Martha y sus padres. Sin embargo, en mi distracción, tropiezo con alguien en el pasillo. Siento el calor de un cuerpo firme contra el mío y, antes de caer, unas manos fuertes me sostienen. Mi piel se eriza al instante. —Hola, Rose —dijo con voz grave. Un escalofrío me recorre. No por miedo, sino por el torrente de imágenes de aquella noche que invaden mi mente sin permiso. Su cuerpo sobre el mío, su risa ronca en mi oído, el placer desenfrenado que compartimos… Me aparto bruscamente y paso a su lado como si nada. Como si su sola presencia no me hiciera sentir como una tonta. Pero antes de que pueda alejarme, su mano se cierra alrededor de mi brazo. —Suéltame —espetó, mirándolo con furia. Su mirada me estudia con una intensidad que hace que mi rabia aumente. —Necesito explicarte —espeta en voz baja. Suelto una risa sin humor y me zafo de su agarre. —No tienes nada que explicar. Sé perfectamente quién eres ahora. Un hombre casado que se divierte a espaldas de su esposa. Su mandíbula se tensa, pero no desvía la mirada. Como si realmente creyera que tiene derecho a justificar sus acciones. —Rose, yo... —No me llames así —lo interrumpo en un siseo, sintiendo el calor subir por mis mejillas. Me cruzo de brazos, alzando la barbilla. —Ve con tu esposa. Ella te necesita más que yo. Y ten un poquito de decencia por ella. —¿Vivian? —Una voz familiar llama nuestra atención y volteo para ver al doctor Ramírez que se acerca por el pasillo con el ceño fruncido. Desvió la mirada, y el hombre frente a mi arquea una ceja, y su expresión cambia. Me mira con incredulidad y, cuando nuestros ojos se encuentran, sé que ha notado la mentira. «Sí, le había mentido sobre mi nombre. Pero, ¡él estaba casado! Eso es mil veces peor». Aprieto la mandíbula y, sin esperar una reacción más de su parte, me giro sobre mis talones y me dirijo hacia la habitación de mi paciente. No tengo tiempo para explicaciones, que no tiene ni pies ni cabeza. La vida de una niña y la tranquilidad de sus padres son más importantes que un error de una sola noche. POV. GEDEÓN MARTINELLI. La habitación está en penumbra, con solo la tenue luz del monitor cardíaco iluminando los contornos de mi rostro. Me quedo allí, de pie, inmóvil, observándola. Su respiración es pausada, apenas un leve ascenso y descenso de su pecho, y sus manos vendadas descansan inertes sobre la sábana. Su cabello rubio está húmedo, pegado a sus mejillas, enredado en la almohada. En ese momento, su apariencia frágil resulta una cruel ironía. Esa mujer ha sido impuesta en mi vida como una maldición, un precio a pagar por el poder. Mi esposa. Rebeca Martinelli, la mujer que se había convertido en mi cruz. La que me ataba a una vida que nunca pedí, a una familia que me moldeó a su conveniencia, a una empresa que era solo la fachada de una maquinaria mucho más grande y peligrosa. Ante los ojos del mundo, yo era Gedeón Martinelli, magnate de la minería, heredero de un imperio construido sobre la riqueza del suelo. Pero debajo de ese barniz de respetabilidad, mi verdadera identidad era mucho más oscura. La cabeza de una organización criminal que controlaba la ciudad desde las sombras. Sobornos, conspiraciones, tráfico de drogas, fraude, blanqueo de dinero. Todo lo que se necesitaba para mantenerse en la cima. Y, aun así, con todo el poder que tengo, no pude escapar de la vida que me habían impuesto hace unos años. Mis manos se cierran en puños mientras la observo. No siento lástima por ella. No siento nada. Solo una creciente amargura que se vuelve más pesada con cada día que pasa, con cada compromiso que cumplo, con cada mentira que repito ante el público. ¿Por qué esta mujer debía ser mi carga? Nunca la amé. Nunca quise casarme con ella. Y lo más importante, ella me odia con la misma intensidad que yo a ella. Pero la familia decidió por nosotros, como lo hicieron con todo en mi vida antes de ascender a la cabeza de la organización. Nuestros linajes y apellidos nos ataron sin derecho a réplica. Y ahora, allí, está, drogada, vulnerable, incapaz de ser consciente del desagrado que llena mi interior. Los recuerdos de la noche anterior me golpean. La única noche en la que sentí algo parecido a la libertad. Ella estaba allí. La mujer del club. Rose. O al menos, así pensé que se llamaba hasta esta tarde. Por unas horas, me permití olvidarme de todo. De la familia, de los negocios, de las mentiras. Con ella no fui Gedeón Martinelli, el magnate, el criminal, el esposo obligado. Fui solo un hombre. Un hombre con deseos, con hambre de algo real. Sus labios, su piel, su risa. Todo en ella fue un escape. Me dio un respiro en medio del infierno que es mi vida. Y luego desapareció. Pero el destino, con su retorcido sentido del humor, me la puso en el camino nuevamente. Y no se llama Rose. Es Vivian. Y no es una simple mujer que buscaba emociones en la noche, sino una doctora en este hospital. Y ella sabe que no me llamo Zane y que estoy casado. Había recibido una llamada de la casa diciéndome que Rebeca estaba encerrada en su habitación, tirando cosas y maldiciendo, para cuando lograron derribar la puerta, la habían encontrado con una hojilla y las muñecas cortadas. Había llegado al hospital para verificar que Rebeca estuviera atendida, cumpliendo con mi papel de esposo preocupado, cuando la vi. Su cabello n***o, suelto, su uniforme impecable, su mirada fría al reconocerme. No dijo nada, pero no lo necesito. Lo supo en el instante en que nuestros ojos se encontraron. Sabía lo que significaba mi presencia allí. La puerta se abre llamando mi atención. —Señor Martinelli, su esposa estará bajo observación hasta que el efecto del tranquilizante desaparezca —anuncia el médico de guardia, sacándome de mis pensamientos. Asiento sin voltear a verlo. Mi atención sigue fija en el rostro dormido de la mujer que nunca quise a mi lado. Y que en cada oportunidad se encarga de ser una maldita arpía. De ella nunca espero nada bueno. El médico sale de la habitación en silencio y cierro los ojos por un segundo, respiro hondo y dejo que la rabia se disipe lentamente. No puedo permitirme distracciones. No ahora. No con la tormenta que se avecina. Cuando vuelvo a abrir los ojos, mi Rebeca sigue allí, inmutable, atrapada en su propio letargo. Me siento en el sofá ubicado en una esquina cuando mi teléfono vibra, sacándome de mis pensamientos. Al ver el nombre en la pantalla, un nudo se forma en mi garganta. Nana Luisa. Algo dentro de mí se tensa. Sé por qué llamaba. Tomo aire y contesto. —¿Diga? —Señor Gedeón… disculpé la hora, pero Ella quiere hablar con usted —dijo la nana con su voz cálida pero preocupada. Cierro los ojos por un instante, sintiendo una punzada en el pecho. Ella. —Pásamela —murmuro, mi voz apenas un susurro. Hay un sonido de roces y luego la dulce voz de mi hija se hace presente, tan inocente, ajena a lo que ocurre con su madre, una mujer que la ignora por completo. —¿Papá? —su vocecita es como un bálsamo para mí. —Aquí estoy, bambina —respondo, esforzándome por sonar tranquilo. —¿Dónde estás? Nana dice que saliste con mamá, pero ya es muy tarde… —su tono es de leve reproche, como si no entendiera por qué no estaba en casa para abrazarla antes de dormir. Trago en seco. No puedo decirle la verdad, no a ella. No puedo explicarle que su madre está inconsciente en una cama de hospital después de su enésima decisión imprudente. —Salí con mamá, pero pronto estaremos en casa —miento con suavidad, deseando que esa mentira se convirtiera en realidad solo por ella. —¿Quién me va a leer antes de dormir? —pregunta con un deje de tristeza. Aprieto la mandíbula, sintiéndome miserable. —Esta noche, la nana lo hará por mí, pero te prometo que mañana todo será como siempre —digo con firmeza. Hay un breve silencio antes de que respondiera con su típica dulzura. —¿Lo prometes, papá? —Inquiere con su típica voz dulce y al mismo tiempo vacilante. —Lo prometo, mia piccola. —Te amo, papá. Siento que mi corazón se encoge. —Yo te amo más, princesa. Ahora duerme, ¿sí? —Está bien… Buenas noches. —Buenas noches, bambina. El clic de la llamada termina y resuena en mi cabeza como un eco amargo. Dejo el teléfono sobre mi pierna y vuelvo mi mirada hacia la cama de hospital. Rebeca sigue allí, inconsciente, inmóvil. Mi esposa. La madre de mi hija. La mujer que, en su egoísmo, nunca piensa en lo que sus actos pueden hacerle a Ella. La rabia crece en mi interior como un incendio. Ella es una niña dulce e inocente, que no merece la madre que tiene. No merece crecer con promesas rotas ni ausencias injustificadas. No merece ese dolor. Me inclino hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, y exhalo con fuerza. Mi trabajo es no permitiría que el caos de su madre alcance a Ella. Pero, ¿cuánto más puedo sostener todo en pie antes de que colapsara por completo y tomara decisiones que pueden desatar una nueva disputa?
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