Por la mañana me despierto y quiero desaparecer. Casi no he pegado ojo buscando mil formas de escapar de la ciudad o, de momento, de evitar que llegue el lunes.
He pensado en ser como las otras: me pongo pegajosa, cursi, le exijo regalos caros y dejo de hacer mi trabajo; se cansará de mí en cinco minutos. Pero no soy así y no estoy dispuesta a caer tan bajo y perder la dignidad. Mi otra idea es fingir que no ha pasado nada, amnesia por un trauma o algo del estilo.
Paso el fin de semana en un estado de ansiedad, limpiando el apartamento para distraerme, aunque Bobby me mira como si supiera que estoy perdiendo la cabeza. El lunes, me rindo y me preparo. Me pongo uno de mis vestidos de oficina: uno n***o sin escote que me llega poco más arriba de las rodillas. Me miro al espejo: mi cuerpo pequeño y delgado, mi pelo castaño desordenado, mis ojos marrones hundidos por la falta de sueño. No soy el tipo de Dominic, no con estas tetas pequeñas ni este culo discreto, pero anoche no pareció importarle.
A las ocho en punto, me calzo mis tacones y bajo al todoterreno. Andrew está de conductor con su cara de pocos amigos de siempre. Cuando llegamos a la empresa, subo al ascensor con el corazón en la garganta, rezando para que Dominic esté demasiado ocupado como para mirarme.
—¡Eh! ¡Olivia espera! —Mierda. Pulso el botón para mantener las puertas abiertas, justo cuando una mano pálida con las uñas pintadas de rojo se cuela dentro—. Debe ser tu admirador otra vez, ¿quién es? ¿Alguien de la empresa?
Miro el sobre que me tiende con mala cara, pero pongo una sonrisa.
—¿Otra vez en el buzón de sugerencias?
—No, el cartero. Y venía con unas flores. Espera que te las traigo —vuelve correteando con un ramo de tulipanes coloridos y una sonrisa que no oculta lo mucho que quiere saber de quién son—. ¿Y bien?
Tengo la cabeza tan echa un lío que acepto las flores, y la carta, y suelto el botón que sujeta el ascensor para que me trague dentro. El paseo hasta la última planta es agonizante.
Dejo las cosas sobre mi escritorio, cuelgo el abrigo y la bufanda del perchero, y me preparo. Estoy rasgando la carta cuando oigo como la puerta de su despacho se abre. De solo estar a su lado ya me cosquillean los labios. ¿Qué me pasa? Aprieto las piernas, girándome sutilmente como si eso hiciera más grande el espacio entre nosotros.
—Dame eso, Olivia —me demanda, acercándose.
Pero no es nada malo. La carta y las flores son de mi ex, otra vez.
—No es nada —digo, metiendo la carta debajo de las flores.
Suelto un suspiro, mitad alivio, mitad frustración. No es otra amenaza, solo el patético intento de Dylan por recuperarme después de ponerme los cuernos con su compañera de trabajo. Durante un segundo, me relajo, y casi me echo a reír. Pero entonces siento a Dominic detrás de mí, exigente, demandante, trata las flores como si nada y frunce el ceño mientras lee.
—¿Quién coño es éste?
—Mi ex —contesto, arrebatándosela de las manos, rasgo el papel y lo encesto en mi papelera—. Hizo esto mismo el mes pasado. Viste las otras flores, me hiciste la misma pregunta.
—¿Y por qué coño este anormal te está enviando mierdas en mi empresa?
Mirando el lado bueno, no está tocando el tema de lo que pasó el viernes por la noche ni de lo que casi pasó. Todavía sigo sin creer que nos enrolláramos a lo bestia. Sus manos me tocaron como llevo dos años evitando. Dos años haciéndome la dura para que unos mojitos me hagan débil.
—Porque sabe que trabajo aquí y dignidad no es algo que le quede.
Coge las flores y hace el amago de tirarlas a la basura también. Soy más rápida.
—Tíralas, y ya le estás diciendo que deje de arrastrarse.
—¡Claro que no! —Me da igual que Dylan se arrastre, pero las flores me encantan.
Soy consciente de cómo los ojos le viajan a mis piernas desnudas un segundo antes de relamerse los labios. Tiene los ojos más oscuros cuando los clava en los míos.
—Si quieres unas jodidas flores te compraré flores, pero tira esas —dice.
Aprieto el ramo más contra mi pecho, negando.
—Eso no es romántico.
Una sonrisa traviesa, como la de un hombre que sabe lo que quiere, le cruza los labios.
—No quiero ser romántico, preciosa. ¿O qué te crees?
—Creo que entonces estás cayendo muy bajo para abrirme las piernas.
—¿Lo estoy? —esta vez su voz es un susurro cargado de electricidad. Se encorva sobre mí y a la mínima que subo la cabeza, su aliento está golpeándome los labios—. Porque yo creo que no tienes ni idea del lío en el que te has metido en el momento en el que has dejado que te tocara.
—Estoy metida en un lío desde que acepté trabajar para ti. Lo de la otra noche no tiene nada que ver.
Dominic odia no tener la última palabra, y yo no quiero seguir hablando de esto porque diga lo que diga, nunca será lo necesario para callarlo. Así que doy un paso atrás con las flores, tengo que buscar un jarrón.
—Y te recuerdo que tienes una reunión ahora —digo—. Te subiré un café y dime si necesitas informes.
Me sorprende lo profesional que puedo ser a su alrededor. Cuando empecé a trabajar para Dominic Russo, era fácil mantener las distancias: él era el magnate de treinta años inalcanzable, el hombre que me ofrecía estabilidad, un buen sueldo, una oportunidad para ser independiente. Pero después de dos años, de conocer cada rincón oscuro de sus negocios, de convertirme en la persona que organiza su caos, las cosas han cambiado. No somos amigos, no exactamente, pero hay una confianza extraña, una conexión que me asusta tanto como me atrae.
Dominic me observa un momento, como si estuviera decidiendo si dejarme escapar tan fácil. Su brazo derecho, todo tatuado, vuelve a señalar las flores.
—No quiero verlas cuando salga de mi despacho.
Me muero por desobedecerlo, pero tiene una forma de mandarme las cosas: directa, con la voz fría y los ojos decididos, que al final tiro las flores. Lo encuentro con la cabeza metida en papeles cuando le entrego un café bien cargado. Apenas me mira.
Tengo tiempo durante la mañana para organizar correos, y enviar algunas felicitaciones que suelo mandar para que la empresa y Dominic queden bien. Su reunión termina un par de horas más tarde, cuando estoy intentando organizar uno de los eventos benéficos de primavera.
Primero sale el cliente: es un político, el típico que saldría en las noticias si la gente supiera que viene a conseguir favores de Dominic. Me dedica una sonrisa cortés y yo se la devuelvo haciendo malabares con el teléfono y mi libreta. Dominic lo sigue por detrás, quemándole la nuca con su mirada calculadora, aunque le estrecha la mano con formalismos cuando se despiden en el ascensor.
—¿Estás ocupada? —me pregunta, cuando el político se ha ido.
—Estoy organizando la gala benéfica del mes que viene. Ahora le digo a la chica de la cafetería que te suba el whisky.
Levanto el teléfono, marco la extensión de la cafetería y pido que suban una botella de whisky. La voz de la chica, tímida como siempre, promete estar aquí en cinco minutos. Cuelgo, esperando no tener que escuchar lo que viene después, pero no tengo tanta suerte. Cuando la puerta del despacho de Dominic se cierra tras ella, el silencio de la planta se rompe con los gemidos que se cuelan por las paredes. No son altos, no al principio, pero los oigo, amortiguados pero inconfundibles. Un jadeo, un gemido agudo, el roce de algo contra el escritorio. Mi estómago se retuerce, y no sé por qué me molesta tanto.
Intento concentrarme en la pantalla, en los correos, en la lista de invitados para la gala, pero los gemidos son más altos que nunca. ¿Lo está haciendo a posta o cuál es su problema?