El viernes llega como un alivio y una maldición al mismo tiempo. Todo el día lo paso en un estado de alerta constante, como los últimos. No sabía que ver a Dominic tan… No sé si inquieto es la palabra, no lo creo, pero no está tan relajado como de costumbre; y eso hace que yo esté aún más alerta.
Cuando llego a casa solo quiero hundirme en el sofá con Bobby y un libro, o un reality. Pero apenas me quito los tacones, el timbre de mi apartamento suena con esa insistencia que sólo puede significar una cosa.
—Olivia, ¡ni lo intentes! —exclama Lena, entrando sin invitación y tirándose en mi sofá, haciendo que Bobby maúlle indignado y salte al suelo—. Prometiste salir con nosotras el fin de semana pasado. Dedo meñique, ¿recuerdas?
Gema se cruza de brazos, apoyándose en el respaldo de mi sofá.
—Sí, nada de excusas. No puedes pasarte la vida encerrada con este gato. Nuestra tía Lola está igual que tú y tiene setenta años.
Pongo los ojos en blanco, pero no puedo evitar sonreír. Lena y Gema son como un huracán de energía, con sus melenas pelirrojas y sus sonrisas que parecen capaces de iluminar toda la ciudad. Son lo único normal en mi vida ahora mismo, y aunque quiero decirles que no estoy de humor, que mi vida se está desmoronando, sé que no me dejarán en paz.
—Estoy agotada —intento decir, dejándome caer en el sofá junto a Lena—. Ha sido una semana complicada.
—Razón de más para salir. Es noche de mojitos en Sapphire.
Miro a Bobby, que me observa desde el suelo con ojos de reproche, como si supiera que estoy a punto de ceder. Y cedo. Quizás tienen razón, quizás un par de mojitos y el ruido ensordecedor de una discoteca me ayuden.
Cenamos las tres juntas unas pizzas precalentadas en el horno, y nos separamos para arreglarnos. Ellas suben a su piso y yo me meto en la ducha. Cuando salgo, me miro en el espejo, evaluando qué ponerme. Decido optar por un conjunto que me saque de la rutina: una falda corta gris que resalta mis piernas y un top del mismo conjunto que deja entrever un poco más de lo habitual. Mi cuerpo es pequeño, menudo y delgado, aunque soy alta, y más aún con los tacones en los que parece que vivo enfundada.
Me maquillo con un toque de sombra oscura y brillo de labios claro, y cuando estoy lista, Lena y Gema tocan a mi puerta. Ambas lucen espectaculares, con vestidos ajustados que resaltan sus figuras y chaquetones de pelo sintético.
Me despido de Bobby antes de coger mi abrigo del perchero.
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El Sapphire es todo lo que esperaba: un caos de luces estroboscópicas, música que retumba en el pecho y cuerpos moviéndose al ritmo de un DJ. El aire huele a alcohol, sudor y perfume caro. Lena y Gema me arrastran hacia la barra, pidiendo mojitos antes de que pueda protestar. El primer trago me quema la garganta, pero el segundo me suelta un poco.
Estamos bailando en medio de la pista, rodeadas de desconocidos, cuando siento un cosquilleo en la nuca, como si alguien me estuviera observando. Giro la cabeza, buscando entre la multitud, pero no veo nada fuera de lo normal. Solo cuerpos, luces y el brillo de las copas en las manos. Sacudo la cabeza, atribuyéndolo al alcohol y a mi paranoia, pero el cosquilleo no desaparece.
—Voy al baño —le digo a Lena, alzando la voz para que me escuche por encima de la música.
Ella asiente, perdida en el ritmo, y me abro paso. El estrecho pasillo de los baños está lleno de gente, y el baño de chicas está abarrotado. La cabeza me da algo de vueltas, pero no apenas tengo espacio para lavarme las manos después y echarme algo de agua por la nuca.
Tengo en mente mi próximo mojito cuando salgo del baño, pero no doy ni un paso cuando mano grande, caliente y varonil me coge por el codo y me arrincona en una esquina del pasillo. ¡Por favor, no! Grita mi mente. Hasta que lo veo.
—¿Qué haces aquí?
Genial, lo que me faltaba. He venido aquí justo para olvidarme de esto. De él.
—Es mi club, preciosa —responde, su voz baja, casi un ronroneo—. La pregunta es, ¿qué haces tú aquí?
—Yo vengo aquí todas las semanas. Y este club no es tuyo.
—Todo en esta ciudad es mío —me recuerda, acercándose. El pasillo parece encogerse, las luces tenues proyectando sombras sobre su rostro. Sus ojos recorren mi falda gris y mi top, deteniéndose en la curva de mi cintura, y siento un calor traicionero subiendo por mi cuello—. No deberías estar aquí.
—Pues yo quiero estar justo aquí —replico, cruzándome de brazos.
Ladea la cabeza, unos mechones ondulados de su pelo castaño le caen por la frente con gracia. Levanta la mano para apartárselos. La manga remangada de su camiseta negra se le ajusta a los bíceps y los tatuajes de su brazo derecho parecen más oscuros que de costumbre.
—No me retes, Olivia. Pensaba que eras más inteligente que esto. Yendo y viniendo sola, emborrachándote así vestida… —cuando sus dedos rozan la tela de mi top, justo sobre el borde peligroso de mis tetas, dejo de respirar—. Eres un blanco tan fácil. Mírate.
Me remuevo, y de un manotazo aparto su mano de mi cuerpo. Dominic me coge por la muñeca con rapidez.
—Entonces para mi suerte tú estás aquí, que eres al que le conviene que esté bien.
Sus dedos se envuelven con más convicción en mi muñeca, inclinándose lo suficiente para que pueda oler su colonia y que esos mechones rebeldes suyos casi me rocen la frente. Está tan cerca que su aliento me roza los labios, tan cerca que puedo distinguir las motas verdes en sus ojos y algunas cicatrices en su piel.
—No te confundas, que si te pasas de lista el camino fácil será deshacerme de ti antes de que cantes por esta preciosa boquita que tienes.
—No lo harás. —Yo no debería retarle porque sé de lo que es capaz, pero mi boca borracha es incontrolable—. Me necesitas porque nadie es tan eficiente como yo. Y es por tu culpa, por no poder mantener la polla dentro de los pantalones. Despides a las secretarias cuando se vuelven un problema, cuando te exigen más de lo que estás dispuesto a dar, y la próxima será igual, y la que venga después de esa también. Porque todo lo que te importa es follar y el dinero, y yo soy la única que sigue el ritmo de tus mierdas.
Sus ojos se oscurecen, y por un momento creo que va a estallar.
—Cuidado con lo dices, Olivia. Me estás empujando al límite.
—¿Y qué vas a hacer al respecto?
Espero que me diga que matarme, torturarme, asustarme de alguna forma tan violenta que me quede muda por el resto de mi vida. Lo que no espero es que me bese. Sus labios chocan contra los míos, duros, exigentes, con un hambre que me toma desprevenida. Por un segundo, mi mente se queda en blanco, y mi cuerpo traiciona mi voluntad, respondiendo al calor de su boca, al roce abusivo de su lengua contra la mía.
Sus manos se deslizan a mi cintura, apretándome contra él, y antes de que pueda procesarlo, me empuja hacia una puerta al final del pasillo. La abre con un movimiento brusco, y nos adentramos en una sala pequeña, llena de monitores y un vigilante que levanta la vista con sorpresa.
—Fuera —gruñe Dominic, su voz cortante como una navaja. El hombre, con cara de no querer discutir, también un poco como si estuviera acostumbrado a que esto pasara, se va.
Sigo intentando saber qué demonios estoy haciendo dejando que Dominic me bese y me toque, cuando me empuja sobre el escritorio y la espalda se me aprieta contra los monitores. Las pantallas están frías en comparación al calor que siento cuando sus manos se meten por debajo de mi top y me aprietan los pezones. Jadeo tan fuerte que el sonido rebota en las paredes, y él aprovecha para meterme más la lengua. Si ya me siento medio desnuda, cuando su cuerpo encaja entre mis piernas, la minifalda se me sube por los muslos hasta no ser nada más que un cinturón de tela fina.
Sus manos me sueltan las tetas, seguramente pequeñas para su gusto, y me coge por los muslos arrimándome al borde de la mesa. Siento su erección presionando contra mí a través de la tela de sus pantalones. Quiero decirle que pare, pero cuando abro la boca y sus labios me chupan el cuello con fuerza, sólo oigo que me sale un gemido.
—Tanta palabrería para nada —me dice, deslizando sus dedos por encima de mis bragas—. Mírate… Justo como yo te quiero.
Mi mente grita que pare, que esto es una locura, pero mi cuerpo no me responde a mi, sino a él. Deslizo mis manos por sus hombros sintiendo sus músculos y aferrándome a ellos. Dominic se desabrocha el cinturón con una sola mano mientras la otra me aprieta el muslo para no dejarme ir, y temo que, aunque quiera, no sea capaz de hacerlo. Una parte de mi quiere entender a todas esas mujeres que siempre vuelven a por más, a las que salen con una sonrisa maravillosa de su despacho y a las que salen con las bragas rasgadas en la mano. Me lo merezco por aguantar sus mierdas y mantenerlo todo en su lugar.
Me empuja más contra la mesa, mientras sus dedos se deslizan dentro de mis bragas, arrancando otro gemido de mi garganta. Estoy a punto de rendirme por completo cuando un estruendo rompe el momento.
Unos golpes fuertes en la puerta.
—¡Jefe!
Dominic se tensa, lo noto bajo mis manos. Suelta una maldición y se aleja de mi abrochándose los pantalones. ¿Qué diablos estoy a punto de hacer? Como puedo y a toda prisa, bajo de la mesa y me coloco la ropa antes de que abra la puerta con tanta fuerza que rebota contra la pared.
—¿Qué coño quieres? —le brama al vigilante.
—La gente a la que esperaba ha llegado.
El hombre me mira detrás de Dominic de pies a cabeza, y me arrepiento de llevar algo tan atrevido y sin sujetador. Estoy temblando y el efecto del alcohol se ha ido por completo. Me siento desnuda.
—No la mires —espeta Dominic, poniéndose en mi camino. Yo veo el hueco perfecto para escabullirme por su lado y no mirar atrás—. ¡Olivia!
Dios mío. Dios mío. Dios mío.