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1089 Palabras
Quiero, con todas mis fuerzas, concentrarme en los correos electrónicos que redacto, pero no puedo. Hago tres viajes a la impresora antes de imprimir el papel correcto, y los tres cafés que llevo no me están ayudando. Me muerdo el labio, intentando enfocarme en la pantalla, pero las palabras de los correos se desdibujan, y mi dedo tamborilea sobre el ratón como si pudiera ahuyentar la paranoia. Dominic no ha salido de su despacho desde que hemos hablado, y estoy rezando porque nadie llegue y me obligue a llamarlo. No quiero hablar con él. Cuando las puertas del ascensor se abren con un pequeño escándalo, me enderezo en la silla con una sonrisa. Es Calvin, el jefe de seguridad de la empresa, y de Dominic. Es un hombre que impone, nunca lo he visto sonreír, ni siquiera me ha dirigido la palabra en estos años. Sus ojos, de un gris frío, me recorren brevemente antes de detenerse en la puerta del despacho. —Vengo por el jefe —anuncia. Levanto el teléfono y marco su extensión. —Calvin está aquí —digo cuando descuelga y antes de que pregunte. —Voy. Sale de su despacho imponente, retocándose el dobladillo de las mangas de la camisa. Odio que sea tan atractivo. Dios. ¿En qué estoy pensando? Su cabello oscuro está perfectamente peinado, pero hay algo en su postura, en la tensión de sus hombros, que me dice que la nota lo ha afectado más de lo que deja ver. Me caza mirándolo, seguramente en otra ocasión esto llenaría su ego para seguir intentando abrirme las piernas. —Estaremos en la sala de seguridad. Si alguien llama diles que estoy reunido. Por suerte, nadie reclama su atención. Nadie importante, al menos. Salvo la becaria, que sube con una pila de papeles sin importancia y una sonrisa nerviosa que no oculta lo que realmente quiere. No debe tener más de veinte años, con el pelo rubio recogido en una coleta alta y un brillo en los ojos que me recuerda a mí misma cuando empecé aquí, antes de que supiera en qué me estaba metiendo. Está aquí por un par de créditos universitarios y, probablemente, por un buen rato en el despacho de Dominic. Se lleva el disgusto del día cuando le digo que está ocupado. --- Para la hora de irme, Andrew está cuadrado frente a la puerta giratoria de la empresa. —Tengo órdenes de llevarla a casa. —¿No tendrías que quedarte a trabajar? —Trabajo para el jefe, no para la empresa. Y el jefe ordena que la lleve a casa. Y no tengo escapatoria. Andrew es un hombre con una espalda tan grande que no veo el camino mientras me escolta detrás de él hasta un todoterreno del garaje. Tengo que saltar para meterme en él y voy encogida en los asientos traseros los veinte minutos de viaje Espero que sea solo esto, pero el martes por la mañana el todoterreno vuelve a estar ahí, aparcado delante de mi edificio. Andrew me hace un gesto con la cabeza para que me meta dentro. Vale, me viene bien porque mi coche sigue en la empresa. Pero el miércoles es lo mismo, y el jueves. Dominic ha terminado una reunión cuando entro en la sala. Tengo que recoger todos los vasos, tirar los papeles llenos de garabatos y que parezca que por aquí no ha pasado nadie. —Dile a Andrew que pare —suelto, antes de que pueda decir nada. Mi voz sale más dura de lo que esperaba, pero estoy harta. Quiero mi vida de vuelta. Mi coche. Mi libertad. Quiero otro trabajo lejos de él y de sus mierdas. Dominic me arquea una ceja como si estuviera loca. Se echa contra el respaldo de la silla de cuero en la que está sentado, y me odio por apretar las piernas cuando cruza los brazos y el movimiento hace que su camisa se tense contra sus músculos. Odio que mi cuerpo reaccione, que mi mirada se desvíe a sus antebrazos tatuados antes de volver a su rostro. Para serme sincera, me sorprende mi fuerza de voluntad con él. —¿Que pare el qué? —Lo sabes muy bien. Sonríe de una forma tan oscura que me eriza la piel. —No os entiendo a las mujeres, lo digo de verdad. ¿Quieres o no quieres que haga algo al respecto de tu seguridad? Aprieto los labios con fuerza, y con rabia, porque tiene razón, pero no lo diré en alto. De todas formas diga lo que diga hará lo que quiera porque es el jefe, porque es Dominic Russo. Porque no soy yo la que le importa, son las cosas que podría contar de sus negocios. Levanto la vista, y sus ojos oscuros están clavados en mí, esperando una respuesta. Siempre espera, como si disfrutara de verme retorcer en su red. Me cruzo de brazos, imitando su postura, aunque sé que no tengo ni una décima parte de su intimidación. —Vale, no me entiendas, me da igual. ¿Te vas que tengo que recoger esto? —Te recuerdo que soy tu jefe. Háblame con respeto. El veneno me escuece en la lengua. Sin embargo, pongo mi mejor postura y señalo educadamente la puerta. —Jefe, ¿puede usted marcharse para que yo haga mi trabajo? Dominic suelta una risa baja, casi un gruñido, que hace que un escalofrío me recorra la espalda. Se levanta lentamente de la silla de cuero, cada movimiento deliberado, como si estuviera midiendo cada centímetro del espacio entre nosotros. Se detiene a un paso de mí, tan cerca que puedo sentir el calor de su cuerpo, el aroma de su colonia. Sus ojos me recorren, deteniéndose en mis piernas desnudas hasta el filo de mi falda de tubo. —Y tengo otra reunión el lunes a primera hora. —No está en el calendario —replico, sin mirarlo. —Lo está ahora, anótalo. Asiento con la cabeza, y mi coleta rebota. Dominic levanta la mano y se enreda mi pelo en su mano, no me hace daño, no es un bruto, sólo me obliga a poner mis ojos en él. Su agarre es firme, controlado, y el roce de sus dedos contra mi nuca envía un escalofrío traicionero por mi columna. Quiero apartarme, siempre quiero, pero nunca lo hago lo suficiente. —Sí, jefe. —Buena chica —susurra, soltando mi pelo con una lentitud que me hace contener el aliento. Luego se da la vuelta y se va.
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