Después de la noche llena de silencio, en la que ni Altea ni Leander lograron conciliar el sueño, la madrugada llegó con un peso insoportable. Habían compartido el mismo espacio, pero no la misma calma. Cada uno se había refugiado en sus propios pensamientos, evitando el roce de la piel que hasta hacía poco había sido un refugio. Entre las sombras del aposento, los silencios eran más elocuentes que cualquier palabra. Leander sintió que si permanecía un instante más allí, terminaría por quebrarse frente a ella, y eso era lo último que deseaba. Por eso, al despuntar el alba, salió del palacio. Sus pasos eran firmes en apariencia, pero por dentro se sentía vacío, como si hubiese dejado una parte de sí mismo en aquella habitación. El aire fresco de la mañana golpeó su rostro con fuerza, pero

