El amanecer llegó cargado de una calma engañosa. Los primeros rayos de sol se filtraron entre los cortinajes del palacio de Ceviel, tiñendo de dorado los mármoles fríos y las columnas que parecían custodiar secretos. En los pasillos, los murmullos corrían como viento contenido: los guardias habían visto a Leander entrar en los aposentos de Altea la noche anterior… y no salir hasta el amanecer. En la mesa del desayuno, la atmósfera era espesa. Felipe, con su porte imponente, se mantenía en silencio, observando cada gesto de su hijo. A su lado, la emperatriz Giorgia sostenía la taza entre las manos con una calma estudiada, aunque en sus ojos brillaba una chispa de curiosidad calculada. Altea llegó poco después, con el cabello aún suelto y una serenidad que intentaba dominar el temblor que

