El amanecer llegó sin alarde. Sin trompetas de luz ni cielos incendiados. Solo una claridad suave, casi tímida, se filtró entre las cortinas pesadas de la habitación, tiñendo de oro pálido los pliegues de las sábanas y el contorno de dos cuerpos entrelazados. Leander fue el primero en abrir los ojos. Por un momento, no supo dónde estaba. No por desorientación, sino porque el lugar que habitaba no se parecía a ninguno que hubiera conocido antes. La paz era tan frágil, tan inesperada, que su primer instinto fue dudar de ella. Pero entonces la sintió. La respiración de Altea contra su cuello. Su mano descansando sobre su pecho, ligera, como una promesa que aún no se ha pronunciado. Sus piernas enredadas con las suyas, cálidas, reales. Y comprendió. No era un sueño. Y no era olvido. Era

