Capítulo 1. Ese no es mi estirado jefe.
Juliette Moreau
Nunca pensé que abrir la boca de más me iba a costar un viaje en yate en Boston. Pero aquí estoy, rodeada de trajes caros, copas de vino y conversaciones que ni quiero entender, hoy no me interesan. Todo porque a mi querido jefe, nótese la ironía, le dio por escucharme hablar por teléfono.
«No era para tanto, ¿no?».
Solo lo llamé Lucifer y dije que me robaría, otra vez, un vino de su cava para celebrar un fin de semana en condiciones. Nada que él no se haya ganado a pulso.
Pero claro, Aston Myers no tiene sentido del humor. Lo que sí tiene es un carácter de mierda y una extraña capacidad para arruinar mis planes.
Me mortificó demasiado que, además, me lo sacara en cara. Porque en lugar de dejarlo pasar, me dijo con esa voz que no admite réplicas:
—Si te sobra tiempo para insultarme y hacer planes, te sobra tiempo para viajar conmigo a Boston.
Eso justo antes de subir a su jet privado, porque el demonio mayor no podía quedarse con eso atorado.
Y aquí estoy, sentada a su lado en una cena de negocios que no me concierne en lo más mínimo, porque ni siquiera me pidió estar atenta o tomar notas como suelo hacerlo durante el día. No he dicho ni diez palabras en toda la noche, solo asiento y sonrío cuando alguien cuenta un chiste sin gracia; o miro el mar por la ventana para no morirme de aburrimiento.
Aston tampoco me dirige la palabra desde que subimos al yate, pero está a mi lado, imponente en su traje n***o, con esa mirada que hace callar a cualquiera, hablando lo justo y necesario con los demás.
Para él, esta noche yo soy invisible.
Lo peor es que todavía no sé por qué quiso traerme. Entiendo la parte de joderme el fin de semana, pero me pudo dejar aburrida en su enorme casa en la ciudad. Aquí no tengo nada que hacer. No sirvo para nada más que para ocupar una silla a su lado.
«Y si esa era la idea, sinceramente, podría haberse traído un maletín».
Cuando la cena por fin termina, respiro aliviada. Los pocos invitados, hombres poderosos que casi limpian con la lengua el camino por el que avanza mi odioso jefe, empiezan a marcharse en las lanchas que los llevan de regreso al puerto.
Y yo ya me veo en una de ellas, olvidando este circo, hasta que escucho su voz.
—Juliette, dile al servicio que envíen una botella de mi vino al camarote. Y que recojan todo antes de irse.
Posa esos negros ojos en mí solo una fracción de segundo, con esa cara ácida que le encanta poner cuando algo le irrita, y se aleja. Eso es todo lo que dice. Ni una mirada de más, ni una despedida. Solo la orden, seca, como si yo fuera parte del personal de a bordo.
«Es que el hijo de puta no se esmera en ser un cabrón, le sale solo».
Se va, dejándome con la copa en la mano y un nudo de rabia en el estómago.
Refunfuñando, camino hasta la cocina del yate. Voy con la elegancia forzada de alguien que intenta no patear la mesa por puro coraje.
Porque claro, ¿qué soy ahora? ¿Su asistente personal o la camarera de turno?
¿Y por qué el maldito quiere vino en su habitación? ¿Pretende emborracharse solo y lanzarse al mar luego? Porque de ser esa su intención, yo puedo ayudarlo con lo segundo y volándonos por completo lo primero.
El chef me recibe con una sonrisa amable, pero en cuanto le transmito el pedido de Aston, su expresión se tensa.
—El camarero tuvo una emergencia y ya salió en la última de las lanchas —me dice, levantando las manos en señal de disculpa—. Tendrá que llevarlo usted, señorita.
Cierro los ojos un segundo y respiro. Respiro otra vez, más profundo. Y nuevamente.
«Tranquila, Juliette, no vale la pena».
Pero sí vale la pena, porque estoy aquí en un viaje que no pedí, en una cena que no pintaba nada, y ahora, encima, cargando vino como si fuera mi pasatiempo favorito.
—Claro —respondo, con la mejor sonrisa fingida que logro sacar—. Faltaba más.
El chef parece aliviado. Yo, no tanto.
Tomo la botella que pidió Aston y, como quien no quiere la cosa, cojo otra igual y la escondo entre mi bolso y el abrigo.
«Si voy a ser la mensajera de vinos, me merezco comisión».
Salgo de la cocina minutos después arrastrando el carrito con una mezcla de dignidad y resentimiento. Y cuando voy a mitad de pasillo, caigo en cuenta de algo que me dijo el chef.
Las lanchas ya se han ido. En la última se fue el camarero a quien yo le estoy haciendo el trabajo.
—Perfecto. Ni aunque quisiera podría volver a tierra esta noche. Y todo gracias a él —gruño, con frustración.
El pasillo se me hace interminable, más por el mal humor que me consume. El vino tintinea en el carrito con cada movimiento y yo no puedo dejar de pensar que, si me tropiezo y se rompe, probablemente Aston me mande directo al fondo del mar.
Llego a la puerta de su camarote y suspiro. Toco con los nudillos. Una, dos, tres veces, y espero.
Nada.
—Magnífico. Otra cosa más que añadir a mi lista de molestias de la noche —refunfuño en voz baja.
Pongo los ojos en blanco, sabiendo que no puedo solo dejar el vino aquí afuera y me preparo para entrar. Abro despacio y entro para dejar el carrito dentro.
La habitación principal del yate parece más grande que mi apartamento entero en New York. Todo lujo, todo en orden, todo demasiado cuadrado y perfecto como Aston Myers. Coloco la botella sobre la mesa, junto a las copas, preguntándome dónde carajos se metió.
Un pensamiento intrusivo me hace creer que se arrepintió de vivir y se lanzó al mar, pero esa no es una batalla que Dios me facilitaría, así que no lo creo.
Me digo que estoy perdiendo el tiempo y me doy la vuelta para salir, pero entonces escucho algo. Algo que, evidentemente, no debería estar escuchando.
Un murmullo bajo. Una voz ahogada. Y un golpe sordo que me pone los pelos de punta.
Me congelo.
No debería mirar. No debería, de verdad. Pero mis pies se mueven solos hacia el sonido. La puerta entreabierta al fondo me da la respuesta que no estaba buscando. No necesito abrirla del todo, apenas un espacio me basta para ver.
Y lo que veo me deja sin aire.
«Ese no es mi estirado jefe, ¿o sí?».