Angelica White La carretera se estira como una cinta infinita, enredándose entre acantilados, curvas cerradas y vistas que parecen sacadas de una película. El mar aparece a un lado como si nos escoltara, con el cielo despejado y una brisa que entra por la ventana abierta y me revuelve el cabello. Curtis conduce relajado, como siempre lo hace, seguro de sí mismo y al control de toda situación en todo momento. Lleva las mangas remangadas y sus gafas de sol favoritas. No ha dicho mucho desde que salimos del hotel, pero no importa. Ya ha quedado establecido en mi interior que su silencio no me inquieta. Por lo contrario, me calma. —¿Quieres cambiar la música? —pregunta, sin mirarme, con esa voz suya que me vibra en el pecho más que en los oídos. —No. Me gusta esto —respondo, acomodándome