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1686 Palabras
Cuando me levanta un sólo centímetro del suelo, mis piernas ya lo están rodeando. Envuelvo los brazos alrededor de su cuello, buscando acercarlo más si es que es posible. Diego me apoya contra la puerta, amasándome el culo mientras nos enrollamos como dos completos animales. Lo disfruto tanto que casi pierdo la noción. —¡¿Diego?! ¡¿Maggie?! ¿Váis a bajar? —La voz de mi madre atraviesa los pasillos de casa y se cuela por debajo del hueco de la puerta. Diego gruñe y algo reticente me baja al suelo. —Deberías bajar —opino. —¿Y tú? —Yo voy a ducharme, a ver si consigo quitarme los kilos de laca que me he echado esta mañana. He tenido las fotos del anuario hoy. —Me escabullo por su lado y recojo mi mochila del suelo para dejarla junto al escritorio—. Asumo que te quedas a cenar. —Y a dormir. El sofá de Nate es una mierda. Levanto la cabeza rápida, con los ojos abiertos. La idea de tenerlo en casa —y tan cerca— todos los días otra vez me llena de anticipación, pero también de una inquietud que trato de disimular. —¿En serio? —digo, intentando que no se note demasiado la esperanza en mi voz. Diego se encoge de hombros como si no fuera gran cosa, pero la sonrisa traviesa que asoma en la comisura de sus labios delata que sabe exactamente el impacto que tiene en mí. —No te emociones tanto —responde, tratando de sonar casual—. Es temporal. Pero aunque sea temporal estará aquí, cerca. Cojo mi pijama de debajo de las almohadas y Diego me espera a salir juntos. Yo me meto en el baño y me ducho a toda prisa. Al salir, tengo el impuso de echarme algo de corrector para las ojeras y de peinarme; estoy rizándome las puntas con el secador cuando me doy cuenta de lo que hago. Guardo el secador y bajo las escaleras. Ha llegado mi padre y por primera vez en mucho tiempo todos somos capaces de apartar los problemas para pasar la velada juntos. "Juntos", sin Lotte. No hemos cenado juntos desde el funeral y mientras pongo la mesa cojo un par de cubiertos de más. Los vuelvo a guardar. Diego me baja los vasos del armario sobre su cabeza. Su mirada se cruza con la mía un instante y, aunque no decimos nada, siento que la complicidad entre nosotros es cada vez más tangible, más intensa. —¿Qué tal las fotos del anuario? —pregunta mi madre durante la cena. —Bien, supongo... Me darán el album en la graduación. Tengo que recoger esta semana la toga y el birrete. —Tienes que pensar en la universidad, Maggie —me recuerda mi padre. Aguanto un resoplo, ya lo sé. Noto como Diego se remueve en la silla a mi lado. Recuerdo lo que pensaba sobre todos esos folletos de universidades lejos de casa y me veo impulsada a reafirmar mi decisión. —Quiero quedarme aquí. —Mira, así Diego podría enseñarte el campus —comenta mi madre pasando por alto el echo de que mi padre lleva un tiempo instándome a estudiar fuera de la ciudad—. Empiezas algunas prácticas, me contaste —le dice. Ahora casi me resulta extraño que mi madre sepa más de Diego que yo. Mientras hablan, me doy cuenta de que yo no tenía ni idea de que iba a empezar las prácticas después del verano, ni de que ya ha tenido los examenes finales antes del curso. Tampoco sabía que ha suspendio unos cuantos trabajos, y que los ha recuperado. No puedo evitar sentir una punzada de envidia; ellos han tenido conversaciones que yo nunca he escuchado, pequeños momentos que, de alguna manera, han formado un vínculo entre ellos. Luego, empieza a hablar de fútbol con mi padre. Todo se vuelve tan normal que hasta meter los platos en el lavavajillas parece algo de otro mundo. Espero que Diego sepa que esto es por él, que ha tenido el poder de reconstruir la normalidad en casa. Me escabullo de la cocina para lavarme los dientes. Me apoyo un segundo en el lavavo para coger aire, no sabía que estaba tan agobiada con esta "normalidad"; será porque no es lo normal. Mi padre va a volver a dormir en el sofá esta noche, discutirán mañana y fingirán que no pasa nada aunque sea imposible estar en el mismo cuarto que ellos. Y seguirá sobrando un hueco en la mesa, y Diego seguirá enfadado con el mundo por no poder controlar lo que siente. Y yo seguiré sin saber qué quiero hacer en la universidad. —¿Qué te pasa? —me asalta Diego en el pasillo, cuando me lo topo al salir del baño. —Nada. —¿Ahora te vas a poner tú en este plan? Porque iba a proponerte ver una película, pero si estás de morros... —Una peli suena bien —me apresuro a decir—. Sólo estoy cansada. A la que doy un paso hacia mi habitación, Diego me engancha por la camiseta del pijama —que es la suya, la que llevo acobijando debajo de mis almohadas más de una semana—, y me mete en su cuarto. —Ahí tienes mi ordenador, busca la que quieras —cierra la puerta y veo como coge un cigarro de su cómoda. Se apoya contra la ventana abierta—. ¿Seguro que está todo bien? Me deslizo sobre su cama. Quiero ver algo diferente, una de todas estas películas de acción que Diego tiene guardadas, o una de fantasía. —Sí... ¿Quieres ver Inception? Asiente con la cabeza. Dejo el portátil sobre la cama y trepo hasta el cabecero de la cama. No le doy al play hasta que se desliza entre las sábanas a mi lado. Su mano se cuela por debajo de su camiseta empezando a dibujarme formas en la piel. —Llevas mi camiseta puesta —dice en voz baja. —¿La quieres de vuelta? —No. Me gusta como te queda. El corazón me golpea con tanta fuerza el pecho que creo que lo voy a echar por la boca. Aplasto la mejilla contra su pecho y encojo más las piernas sólo para estar más juntos. ¿Quién me iba a decir que estaría de esta forma con Diego? Hago un esfuerzo por entender la película; es difícil cuando sus manos no dejan de deslizarse por mi cuerpo y lo único en lo que puedo pensar es en cómo me eriza la piel. Tiene los dedos fríos cuando los pasea bajo la camiseta y me roza el pecho. Me muerdo el labio, tratando de concentrarme en los diálogos que suenan en la pantalla, pero cada toque de sus dedos me distrae más. Él no parece notar el efecto que tiene en mí, o tal vez lo sabe y disfruta provocándome. Me revuelvo y me siento en el colchón, con la espalda contra su costado y apretando las rodillas flexionadas para calmarme. Diego sisea una risa contra mi pelo. Sabe perfectamente lo que hace. —Abre las piernas —susurra, y yo lo hago. El calor de su respiración tranquila se enreda por mi pelo mientras hunde la mano dentro de mi pantalón y mis bragas. Cojo aire y, tras un rápido pestañeo, cierro los ojos. Sigue teniendo los dedos algo fríos, y el contraste al calor que siento es de lo más placentero. Pocas veces me han hecho esto, ni siquiera yo misma en mi habitación es algo que practique habitualmente. —Ah... Diego... Ya estoy empapada, puedo sentir lo pringosa que me está dejando. Tendré que cambiarme de pijama. —Shh... —Me tapa la boca con su otra mano, acelerando la velocidad con la que me toca—. Sé que eres incapaz de tener la boca cerrada, pero vas a tener que controlarte un poco. Le diría que es por su culpa, pero al abrir la boca se me escapa un gemido. Me aferro a las sábanas, y a la sensación de necesitar cada vez más de él. Estoy fascinada con que Diego pueda volverme loca de tantas formas. Entonces, sus dedos se deslizan dentro de mi. Mis caderas se separan de la cama y me derrito por completo ante él. Con una mano empuño las sábanas y con la otra le clavo las uñas en el muslo, apretando cada vez que sus dedos entran y salen de mi. Al final me hace explotar en un orgasmo exquisito. Pero quiero más, mucho más. Mi cuerpo sigue ardiendo cuando saca su mano de mis pantalones, manchada de mi y con hilos pegajosos entre los dedos. Con las piernas temblando consigo ponerme de rodillas en el colchón; Diego me mira con una sonrisa orgullosa. —¿Y ahora qué? —me reta. Acuno sus mejillas en mis manos, arrastrándolo sobre mi a la cama. Ágil, se cuela entre mis piernas tironeando de mi pijama para quitármelo. Esperaba devolverle el favor, tocarlo yo, pero estoy tan ansiosa por esto como él, así que como puedo le quito la camiseta y tanteo la cinturilla de sus pantalones. —Diego... —jadeo. Lo necesito—. Más... —gimo, sintiendo cómo cada centímetro de su cuerpo encaja con el mío de una forma tan precisa, tan absoluta, que me deja sin aliento. Se desliza en mi con tanta facilidad que creo que vuelvo a tener otro mini orgasmo. Va lento, porque sino la cama cruje y el respaldo rebota contra la pared. —Joder... —gruñe él—. Me encanta follarte. Le clavo las uñas en la espalda empujándolo más cerca. —Y a mí que me folles. Se aleja un segundo, para mirarme. Estoy echa un manojo de sudor, orgasmos y placer, y es exactamente lo que veo en él cuando logro enfocar la vista. Soltando una risa ronca se inclina sobre mi pecho y su lengua recorre mis pezones. ¡Dios! Ojalá pudiera gritar.
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