Ecos del Pasado (Capítulo Importante)

1548 Palabras
En la antigua Grecia, la tragedia y la gloria a menudo caminaban de la mano. Uno de los mitos más oscuros es el de Tántalo, un rey que fue condenado a un tormento eterno por los dioses. Tántalo, en su arrogancia, ofreció a su propio hijo como sacrificio y fue castigado en el inframundo con hambre y sed perpetuas. Cada vez que intentaba beber agua o alcanzar una fruta, estos se alejaban de su alcance, dejándolo en un estado de deseo insaciable y sufrimiento interminable. Este mito nos recuerda cómo las sombras del pasado pueden perseguirnos, sin importar cuán lejos intentemos huir de ellas. Con este eco de desesperación resonando en el aire, la historia de Jade, Adrian, Aurea y Joseph se entrelaza, recordándonos que algunos lazos están destinados a soportar incluso las pruebas más oscuras. Los humanos no sabían lo que el futuro les depararía, ajenos a las fuerzas invisibles que los rodeaban. Solo uno estaba al tanto del destino inminente, un enamorado empedernido que haría cualquier cosa por salvar a su amada de los demás dioses. Adrian, con un corazón lleno de amor y desesperación, conocía la verdad que se cernía sobre ellos. Su mente estaba atormentada por visiones y presagios oscuros, sus noches sin descanso eran un campo de batalla de incertidumbre y miedo. Sabía que los dioses jugaban con los destinos de los mortales, y entre ellos, uno de los más poderosos y caprichosos tenía sus ojos puestos en Jade. Eros, el dios del amor, con su arco y flechas, no solo inspiraba amor verdadero sino también un deseo incontrolable y a menudo destructivo. Adrian había sentido su influencia, una fuerza ineludible que parecía burlarse de su amor puro por Jade. El miedo lo consumía: si Eros decidía intervenir, el amor de Jade podría ser torcido, corrompido y usado en su contra. Adrian recordaba los mitos con una claridad inquietante. Recordaba cómo Eros había causado la caída de héroes y la ruina de reinos enteros con un simple disparo de su arco dorado. Sabía que no podía luchar contra un dios directamente, pero estaba dispuesto a desafiar lo imposible por proteger a Jade. La incertidumbre llenaba el aire cada vez que Adrian estaba cerca de Jade, Aurea y Joseph. Estos últimos no sabían nada de la amenaza que pendía sobre ellos, disfrutando de momentos de risa y camaradería sin sospechar la tormenta que se avecinaba. Solo Adrian veía los hilos del destino entrelazarse en una danza mortal, con Jade en el centro del escenario. Una noche, mientras todos se reunían alrededor de una fogata, Adrian miró a Jade, Aurea y Joseph, deseando poder compartir la carga que llevaba en su corazón. Pero sabía que la verdad era demasiado pesada, demasiado aterradora para ser revelada. Las sombras del pasado y las fuerzas divinas que los acechaban eran su lucha solitaria. “Recuerda siempre los buenos momentos,” susurró Adrian para sí mismo, observando a Jade reír con sus amigos. “Porque puede que sean lo único que nos sostenga cuando la oscuridad caiga.” La risa de Jade era una melodía dulce en el aire nocturno, una luz en la oscuridad que rodeaba el corazón de Adrian. Mientras los demás seguían disfrutando de la noche, él se preparaba en silencio, dispuesto a enfrentar a los dioses mismos si era necesario, para salvar a su amada de un destino peor que la muerte. La incertidumbre y el temor eran sus constantes compañeros, pero también lo era el amor inquebrantable que sentía por Jade. En su corazón, Adrian sabía que estaba destinado a luchar, a protegerla de las fuerzas que ni siquiera los otros dioses podían controlar. Y con cada latido, se preparaba para la batalla que podría definir sus destinos para siempre. Mientras tanto, Alexander estaba en una reunión con un inversionista en su hotel. Mientras discutían los detalles del acuerdo, sintió un corte de conexión en el pensar de Jade con él. Una furia posesiva lo invadió al saber con quién estaba acompañada. Su control sobre sus emociones se desmoronaba con cada segundo que pasaba sin sentir la conexión con Jade. El inversionista hablaba sobre los beneficios y proyecciones de la inversión, pero Alexander apenas escuchaba. Su mente estaba en Jade y Adrian. Cada vez que pensaba en ellos juntos, una ira sorda crecía dentro de él, una ira que se encendía con la intensidad de mil soles. Las llamas de los celos y la furia lo consumían, recordándole que, a pesar de su naturaleza divina, también podía ser presa de las emociones más humanas y destructivas. “Señor Alexander, ¿todo bien?” preguntó el inversionista, notando la distracción de Alexander. Alexander forzó una sonrisa, una máscara que apenas podía sostener. “Sí, todo bien. Disculpe, estaba pensando en un asunto personal.” La reunión terminó y Alexander regresó a su habitación de hotel, aún enfurecido. Se dirigió a la chimenea, sacando una foto de Jade que ella no sabía que tenía. La miró fijamente, sus ojos ardiendo con una mezcla de amor y odio, antes de lanzarla al fuego, observando cómo las llamas consumían la imagen mientras una sonrisa maquiavélica se dibujaba en su rostro. “No seguiste mis órdenes, Jade. Por lo que yo tampoco seguiré las reglas de los humanos. Y menos contigo,” murmuró para sí mismo, su voz temblando con una furia contenida. El calor de la chimenea no se comparaba con la intensidad del fuego que ardía dentro de él. Alexander no podía soportar la idea de Jade con otra persona, especialmente con Adrian. La sola imagen de ellos juntos hacía que su sangre hirviera de celos. Sus manos temblaban ligeramente mientras alimentaba las llamas, el crepitar del fuego reflejando su agitación interna. “Jade,” susurró, su voz llenando la habitación con una promesa oscura. “A partir de ahora, solo pensarás en mí. No podrás vivir sin mí.” Las llamas parecían bailar al compás de sus palabras, una danza macabra que reflejaba el caos en su mente. Alexander, o Eros, como era conocido en los rincones más oscuros del Olimpo, sentía el poder de su amor y su ira fusionarse en una tormenta imparable. No permitiría que nadie, ni siquiera un dios menor como Adrian, se interpusiera entre él y Jade. El fuego ardía con una furia casi sobrenatural, consumiendo la foto hasta que no quedó nada más que cenizas. Alexander se quedó observando las brasas, su mente tejiendo planes oscuros. No descansaría hasta asegurarse de que Jade estuviera completamente bajo su control, hasta que su amor por él fuera tan inescapable como su propia sombra. “Adrian no sabe con quién se ha metido,” susurró Alexander, una sonrisa cruel jugando en sus labios. “Yo soy el dios del amor, y no hay poder más grande ni más destructivo que el mío.” Mientras las sombras se alargaban en la habitación, Alexander se prometió a sí mismo que haría lo que fuera necesario para mantener a Jade a su lado. Porque en el juego de los dioses, no había lugar para la misericordia, y el amor podía ser tanto una bendición como una maldición eterna. La tormenta dentro de Alexander solo crecía mientras caminaba de un lado a otro en su lujosa suite. Cada pensamiento de Jade con Adrian era un veneno que se extendía por sus venas, cada imagen mental un aguijón de dolor. "No dejaré que me desafíes, Jade," gruñó para sí mismo, golpeando la pared con su puño. "Eres mía y solo mía." El sonido de su propia voz resonaba en la habitación vacía, pero no hacía nada por calmar la furia que bullía en su interior. “Piensas que puedes escapar de mí, que puedes encontrar consuelo en otros brazos,” murmuró, sus palabras teñidas de un odio oscuro y retorcido. “Pero no puedes. Yo soy Eros, y mi amor es absoluto. No existe refugio para ti, Jade.” Con un movimiento brusco, Alexander tomó una botella de vino de la mesa cercana y la lanzó contra la pared. El cristal se hizo añicos, esparciendo fragmentos por toda la habitación. Las gotas de vino tinto mancharon las paredes, como si fuera la sangre de sus propios pensamientos vengativos. “Adrian cree que puede protegerte, que su amor es suficiente,” continuó, riéndose con amargura. “No tiene idea de lo que soy capaz.” La risa de Alexander se transformó en un susurro peligroso, cargado de promesas siniestras. “Haré que sufras si es necesario, Jade. Haré que sufras para que recuerdes que tu corazón, tu alma, me pertenecen. No hay escape de mí.” Las sombras de la habitación parecían alargarse, abrazando la figura de Alexander mientras él planeaba sus próximos movimientos. La luz de la chimenea proyectaba figuras danzantes en las paredes, reflejando la oscuridad de sus pensamientos. Cada chispazo de las llamas era un recordatorio de su poder y de su determinación de no ceder. “Eres mía, Jade. Mía y solo mía,” susurró una vez más, con una voz que se desvaneció en el silencio de la noche. Alexander, el dios del amor, se había convertido en el dios del tormento. Su amor por Jade no era solo una bendición, era una maldición que consumiría a cualquiera que se interpusiera en su camino.
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