El silencio de la habitación se rompe con un pitido suave, constante, que proviene de la máquina junto a la cama. Sofía abre lentamente los ojos y lo primero que distingue es un techo blanco, limpio, minimalista. Parpadea varias veces, aturdida. El olor penetrante a desinfectante confirma lo que su instinto ya le decía: está en un hospital. Se incorpora un poco, aunque la cabeza le da vueltas. Mira alrededor. La habitación es austera, demasiado fría y solitaria para darle algún tipo de calma. Siente el cuerpo pesado, como si hubiera dormido semanas, y una punzada de mareo le obliga a apoyarse otra vez contra la almohada. Trata de reconstruir lo último que recuerda. Una cena. Un restaurante elegante. Risas falsas de empresarios. Y luego… nada. Un vacío que le causa un nudo en el estóma

