Capítulo 2. Hipnotizante
POV ALEK NOVIKOV
CHICAGO, ILLINOIS.
El vuelo desde Rusia fue largo y agotador. Ya es bien entrada la noche, pero Serguéi me espera y con él, mi pequeño desahogo después de tanto. El cansancio queda relegado para después, la información que puede darme ese bastardo no. Ordené expresamente que no le tocaran nada porque ese disfrute debe ser solo mío.
He pasado las últimas setenta y dos horas de vuelo en vuelo. He tenido que estar al pendiente de varios asuntos y llegar aquí me hace sentir con la necesidad de asentarme al menos por una semana para tomar un respiro, pero luego recuerdo dónde estoy.
Chicago, una ciudad que huele a traición.
El cielo está encapotado, como si supiera que alguien va a morir esta noche. No me importa el clima, no me importa la ciudad, solo quiero ver la cara del cabrón que pensó que podía jugar conmigo.
Idiota.
No entiendo cómo, aun conociendo mi reputación, se atreven siquiera a tener un puto mal pensamiento sobre mí.
Los del cartel mexicano se están saliendo de control, creyeron que podían cruzar mi territorio, mover mercancía sin pagar tributo y salir limpios, olvidándose de la alianza que tenemos. Y cómo si fuera poco, se pierde de mi mercancía en su territorio. Ilusos son si creen que voy a dejarlo pasar por alto.
No entienden que en mi mundo cada acción tiene un precio. Y yo soy el que lo cobra.
Llevo el trago a mis labios y bebo un sorbo. En mi copa el vodka arde como el fuego que llevo dentro. No bebo por placer, lo hago por costumbre, porque en este negocio todo es una maldita costumbre: matar, mentir, mandar.
Y castigar.
Lo que me irrita no es la traición, eso es parte del juego. Lo que me molesta es que pensaron que no iba a enterarme, que podían tocarme sin consecuencias.
Mis hombres ya están en el club. Querían cerrarlo para esta noche, pero a ellos les cuesta pensar con claridad. Mientras arriba la fiesta esté a reventar como cada noche, abajo habrá una fiesta distinta y el ruido me servirá para mitigar los gritos de ese bastardo.
Es mi lugar. Mi terreno. Se hace siempre lo que yo ordeno. Y voy a ensuciarlo de sangre si hace falta, porque el mensaje debe ser claro.
Conmigo no se juega.
No hay trato. Hay castigo y gritos. Adoro los gritos de los que creen que pueden cruzar la línea sin ninguna consecuencia.
Miro por la ventanilla y veo la ciudad a la que tenía demasiado tiempo sin venir, años sin venir hasta aquí porque Serguéi siempre se ocupó de todo a la perfección, por eso confío en su buena gestión en este lugar. Vuelvo la vista a la pantalla de mi celular y veo la foto que me tiene obsesionado, me he aprendido cada rasgo del rostro de memoria.
«¿Cómo podría olvidar a la hija de puta que llevo buscando desde hace tanto?».
Me sé su jodido expediente de memoria, lo tengo tatuado en mi mente.
El Bentley se detiene frente al club. El letrero rojo parpadea, reflejando su neón en los charcos sucios de la calle.
Mi club. Mi reino. Pero esta noche no vengo a brindar ni a mirar cuerpos moverse al ritmo de la música; al menos ese no es mi objetivo principal. Esta noche vengo a cobrar una deuda.
Bajo del auto sin apuro, mis botas retumban en el suelo mientras cruzo la entrada como un mal presagio. Los guardias y las personas que están allí haciendo fila para entrar se apartan apenas me ven. Nadie me habla, nadie me mira directo. No les hace falta que diga una palabra.
Porque cuando yo llego el silencio se vuelve ley.
Entro al club y este está a reventar. La pista está llena de jóvenes bailando y las zonas vip tienen a las bailarinas recibiendo billetes. Esta es la fachada perfecta para el lavado de dinero y el tráfico de drogas, pero no solo es perfecto para ello, también lo es para ocultar todo lo que se hace debajo de él.
Cruzo el pasillo hasta la puerta blindada que conduce a la parte que pocos conocen, el sótano. Un lugar donde las mentiras se confiesan o se arrancan a gritos. En cada club del que soy propietario en distintas ciudades tengo uno como este que me ayuda a hacer el trabajo sucio.
Me reciben las cámaras de vigilancia y el olor a cloro mezclado con metal oxidado. Abro la puerta y desciendo. Cada escalón cruje, protesta con mi peso y anticipa todo lo que está por pasar.
El cabrón está allí. Atado a una silla de acero, sudoroso y sangre seca en la comisura de su boca. Uno de mis hombres le rompió la nariz. Después averiguaré quién fue para rompérsela de vuelta, porque dije que lo quería intacto.
—Alek... yo... —comienza a balbucear apenas me ve, pero lo ignoro.
Me quito el saco y comienzo a arremangarme la camisa hasta los codos, lentamente. Se dejan entrever los tatuajes.
Camino a su alrededor y lo veo temblar solo con eso. Sabe que no tengo paciencia, sabe que mi mirada ya es un veredicto, que el hecho que esté aquí es una sentencia para él.
Arrastro una silla de metal y la pongo frente a él para sentarme.
—Vendiste información a los mexicanos. —No es una pregunta.
—No, señor…
—¿Te atreves a mentirme? ¿No les diste información de nuestro cargamento? ¿No les diste acceso a una de nuestras rutas para que pasaran su mercancía?
—No... yo... solo hablé con un contacto. Para hacer más fácil es traslado
—¡Oh, sí! Finjamos que te creo. Ahora dime, ¿por qué dejé de recibir información del encargo que te pedí?
—Yo… he estado hablando con un contacto, me está ayudando a tener información.
—¿Y desde cuando te di permiso de ventilar con otras personas las órdenes que te doy?
—Pensé que era seguro... —Su frente está impregnada de sudor y en su voz rezuma el desespero.
Río sin gracia, porque me parece absurdo trabajar con este tipo de personas tan insignificantes y carentes de inteligencia.
—¿Seguro? —Suelto una risa baja, seca. Me agacho frente a él—. Lo único seguro aquí es que vas a gritar, hijo de puta.
Abro el maletín que siempre está en cada uno de mis lugares. Dentro, hay alicates, bisturí, tenazas, una jeringa cargada de un veneno que arde como el infierno.
Elijo el bisturí primero y corto su mejilla. No por información. solo para que entienda que el dolor será el lenguaje esta noche. Luego me voy hasta sus manos y corto con precisión uno de sus dedos.
—Hubo una transferencia en tu cuenta proveniente de Washington ¿Quién te pagó? ¿A quién le estás pasando la información en vez de a mí? Porque ya rastreé el otro dinero, pero ese…
—¡No lo sé! —empieza a sollozar—. Se lo juro. Me contactaron por un número nuevo... —jadea—. Nunca me dijeron nombres...
—Mentira.
Pierdo la paciencia. Quiero disfrutar un poco más con él, pero cuando se trata de mi pequeña rata escurridiza no razono de la mejor manera. Pensaba que este sería el último paso, pero supongo, que me tocará hacer todo a la inversa.
Le clavo la jeringa en la pierna y presiono. El líquido entra, y con él, la tortura comienza. Sus músculos se tensan, empieza a convulsionar y lo sostengo por el cuello para que no se caiga.
—¿Te sientes traicionado? —susurro—. Yo también. Con la diferencia de que tú vas a pagar por eso y yo voy a seguir cazando a quien quiera que se ponga en mi camino.
Le arranco una uña con los alicates. Y otra. Y otra. Con cada grito suyo mi mente se calma. No busco venganza, busco control. Orden. Lealtad. Después llegará el momento de vengarme de ella, del bastardo que se anda entrometiendo.
Sigo jugando con su mente y con su cuerpo hasta que se rompe. Por algo tengo una reputación. Siempre obtengo lo que quiero antes de deshacerme de mis objetivos. Porque en mi mundo nadie traiciona a un Novikov y respira para contarlo.
Tras una hora entera de torturas, el maldito al fin escupe el nombre como si con eso pudiera salvar su miserable vida.
—Harrintong… —jadea, escupiendo sangre—. Fue Harrintong. Ese es su apellido.
El eco de ese apellido retumba en mi cabeza como un tambor de guerra. Me tenso, cierro los ojos, y dejo que la rabia me inunde, espesa, viscosa, como brea caliente en mis venas.
«El hijito de papi se atrevió a contactar con uno de mis hombres… esta sí que no se la paso».
—Gracias por tu cooperación —susurro.
No le doy más tiempo, el filo del cuchillo atraviesa su garganta con un sonido húmedo y asfixiante. La sangre brota a borbotones, tiñe el suelo de rojo, se mezcla con el sudor, la orina y el miedo. Es un arte grotesco, pero en lo que a mí concierne, el arte más puro es el que nace del caos.
Lo dejo desangrarse solo, en silencio, mientras me lavo las manos con agua helada en el lavabo de acero. Observo cómo el rojo se desvanece por el desagüe, pero en mi interior la furia no cede.
«George Harrintong».
Le he tenido paciencia, porque lo he estado usando para mis fines, pero ese hijo de puta acaba de firmar su sentencia de muerte.
Cuando subo al club noto que el cambio de ambiente es brutal. Las luces de neón, el olor a perfume caro, sudor y alcohol reemplazan la humedad metálica del sótano. El ruido de la música late como un segundo corazón en mis oídos.
Uno de los encargados del lugar se me acerca, nervioso, casi reverente.
—Señor Novikov, la zona vip está lista. ¿Desea pasar? Allí está Serguéi, por si es a quien busca.
Asiento con un movimiento de cabeza. No necesito palabras, ellos ya saben qué hacer.
Entre mis planes no estaba quedarme aquí y beber un trago, pero después de confirmar lo que ya sospechaba, que ese desgraciado está interfiriendo mi búsqueda, además de todo lo que está pasando en Rusia, sí, en definitiva, lo necesito.
Me abro paso entre cuerpos que se mueven al ritmo del bajo, sin mirar a nadie. Todos se apartan. Todos sienten mi presencia. Saben en cada poro de su piel lo que soy, un depredador en medio de una jauría de corderos.
La zona vip está en penumbra, justo como me gusta. Me acomodo en un sillón de cuero n***o, apartando la vista de todo y de todos. Me traen vodka ruso, del bueno. Lo acepto con un gesto y bebo sin prisa. La furia aún me recorre los músculos, pero el calor del licor comienza a aflojarme el pecho.
Serguéi se acerca a saludarme, insiste en que me quede un poco más porque ha preparado algo para mí. Me niego porque no estoy para putas, no hoy. Pero tras su insistencia y sabiendo el buen trabajo que hace, accedo. Él se marcha, dejándome solo.
Entonces, las luces bajan un poco más, quedo casi en la completa penumbra. La música cambia y entran ellas. Un grupo de bailarinas se desliza al centro del club, provocando aplausos y gritos. Ignoro todo esto, porque muchas de las que están ahí ya me las he follado. Pero yo apenas las noto.
O al menos eso pasa hasta que la veo a ella.
Una rubia.
Cabello claro, cuerpo de pecado, movimientos tan sensuales que cada uno parece una amenaza.
No es la más obvia, no es la que más enseña, pero es la que no puedo dejar de mirar.
Tiene una máscara que le cubre parte del rostro, al igual que las otras, pero a esta no la conozco y por la forma en qué se mueve, me hace querer conocerla.
Lo hace como si el mundo fuera suyo, porque sabe bien que cada maldito par de ojos está sobre ella. Pero no baila para ellos. No. Baila para sí misma, lo puedo notar. No se detiene en agradar al público, ella sigue allí, moviéndose al ritmo de la música. Lo hace con pasión, con fuego, con hambre, con un dolor disfrazado de lujuria.
«Algo que puedo llegar a apreciar».
Me inclino hacia adelante, atrapado por algo que no sé nombrar. Y esto no es algo que pase muy a menudo.
Hay algo en ella que no cuadra con todo este ambiente. Algo hipnótico que no me deja mirar para otro lugar que no sea ella. No sé qué demonios es, pero tampoco me importa.
Por primera vez en mucho tiempo quiero mirar. Y eso, en mi caso, siempre termina en desastre, porque justo ahora ella es lo que quiero y para su mala suerte, justo hoy estoy terriblemente furioso.