Cuando tengo los resultados de la tomografía en mis manos, siento un extraño cosquilleo en la boca del estómago. No son nerviosismo clínico —eso ya los he superado hace tiempo—, sino más bien anticipación. Con Eric Evans, nada puede ser sencillo. Cada gesto suyo, cada frase cargada de sarcasmo y fastidio, es como un recordatorio de que la medicina no solo trata cuerpos, sino también caracteres… y vaya que este hombre tiene uno particularmente difícil.
Respiro hondo, aliso los papeles con los dedos y emprendo el camino hacia su habitación. El pasillo está iluminado por la luz blanca y fría de los fluorescentes, ese tipo de claridad que no perdona nada y que suele acentuar el cansancio. Mi bata roza mis piernas al caminar y, aunque trato de mantener mi paso firme y profesional, no puedo evitar repasar mentalmente la inminente interacción con el paciente.
Cuando doblo la esquina hacia el pasillo encuentro a un grupo de internos y enfermeras intentando echar un vistazo al hombre. ¿Por qué no me sorprende?
—¿Qué se supone que hace aquí? —Siseo haciéndolos saltar. —Acaso no tiene nada que hacer —fulminó con la mirada a los internos. —¿Acaso no tiene alguna extracción de sangre, cateterismos o escribir notas clínicas? ¡Vamos! Aléjense de aquí —demandó antes de verlos alejarse corriendo.
Resoplo y miro a las enfermeras con una ceja arqueada. Ellas ríen divertidas y se alejan. Cuando desaparecen por el pasillo niego y suelto un bufido. Me acerco a la habitación y empujé suavemente la puerta y, al entrar, me encuentro con un cuadro que me hace volver a arquear una ceja.
No está solo. Para nada. La habitación está llena.
Tres mujeres y un hombre lo rodeaban.
Una mujer de unos casi cincuenta años, bien vestida, se encuentra al lado de la cama. Su rostro refleja angustia, pero su postura recta y elegante deja claro que está acostumbrada a controlar situaciones. Junto a ella, un hombre alto y apuesto parece mucho más relajado, incluso con una sonrisa ligera como si quisiera transmitir calma.
Del otro lado, casi recostada junto a Eric, una joven de veintitantos con cabello claro y unos ojos verdes llamativos, lo abrazaba por el hombro con posesión. Y cerca de la ventana, otra mujer, esta es rubia, de estatura mediana y viste de manera elegante, habla por teléfono con un tono bajo pero apresurado.
Mi primer pensamiento es inevitable. El señor Evans y su harén.
Trago saliva y me aclaro la garganta para reclamar la atención mientras avanzo hasta el pie de la cama. Siento todas las miradas sobre mí, y con la práctica sonrisa profesional que he perfeccionado con los años, saludo.
—Buenas noches a todos, soy la doctora Caruso y estoy atendiendo el caso de Eric.
La mujer angustiada es la primera en reaccionar. Da un paso al frente, inclinándose ligeramente hacia mí.
—¿Cómo está? —pregunta con voz firme, aunque la ansiedad era evidente. —Soy Olivia Evans, la madre de Eric. —Luego señala al hombre a su lado—. Y este es Hudson Evans, su padre.
Asiento, guardando la compostura, aunque por dentro pienso que la genética había hecho un buen trabajo con la familia Evans. Miro los resultados en mis manos, tomo aire y continuo.
—Tengo los resultados de la tomografía de Eric. —Mi voz llena la habitación, atrayendo también la atención de la rubia que ha colgado su llamada y se acerca, y de la joven de ojos verdes que se enderezaba junto a él.
Eric me mira con esa misma expresión molesta, como si yo fuera la responsable directa de arruinarle la noche.
Bueno, imbécil, somos dos.
—Presenta una contusión leve —empiezo mi explicación en un tono suave y confortable—. Nada grave, pero necesita permanecer en observación al menos veinticuatro horas. Así que pasará la noche ingresado.
—¿Qué? —Eric se incorpora un poco, los ojos encendidos—. No, eso no va a pasar. Solo necesito un par de horas y luego estaré bien.
—Lo harás, Eric. Y si te niegas, te ato a la cama yo misma. — Antes de que yo pudiera replicar, su madre interviene con una firmeza que me sorprende.
Tengo que contener la sonrisa, ocultarla tras la seriedad que mi trabajo exige. Qué placer inesperado ver a alguien más enfrentarse a su terquedad.
—Como decía —retomo, fingiendo no haber disfrutado del momento—, lo más conveniente es mantenerlo en observación. De esa forma estaremos seguros de que no haya complicaciones.
La joven rubia, la que antes hablaba por teléfono, levanta la mano como si estuviera en una clase universitaria.
—¿Y cuándo podrá volver a jugar? —pregunta con un interés que no parece tener nada que ver con su salud inmediata.
Me giro hacia ella, midiendo mis palabras con cuidado.
—Yo diría que unos días, pero eso depende del equipo médico del equipo. Yo le haré llegar todos los estudios realizados, pero lo que es indispensable ahora es que él descanse.
La mujer cruza los brazos, girando la cabeza hacia él con expresión calculadora.
—Lo escuchaste, Eric. Necesitas acatar lo que dicen. Está en juego más que partidos —dice con una seriedad que bordea lo gélido.
—Arizona —interviene Olivia, con un tono frío—, los juegos y lo demás son irrelevantes en este momento. Lo que importa es la salud de mi hijo.
—Cariño, calma… — El tal Hudson, el padre, trata de suavizar la tensión poniendo una mano sobre el brazo de su esposa.
Pero Arizona —porque así se llamaba la rubia, al parecer— no se deja amilanar. Me mira con firmeza antes de volver la vista hacia Olivia.
—Yo también quiero cuidar de Eric. Que no se te olvide que, además de ser su representante, soy su amiga y claro que me interesa su bienestar. —Luego se vuelve hacia Eric—. Avisaré al comité de prensa del equipo para que preparen un comunicado. Ya regreso.
Y con esas palabras, sale de la habitación sin esperar respuesta y yo aprovecho el silencio para añadir algo más.
—Además de la contusión, hay magulladuras en las costillas, pero nada que no podamos tratar. Sin embargo, hay buenas noticias y es que no presenta fracturas.
—Esto es una mierda —suelta Eric, con ese tono que me saca de quicio—. Solo necesito descansar unas horas y luego estaré bien.
El nefasto, como había empezado a apodarlo desde la sala de urgencias, no parece ver que ha tenido suerte porque pudo terminar sobre una camilla en la sala de operaciones. Imbécil. Qué manera de opacar un rostro atractivo con semejante carácter.
Es entonces cuando la joven de ojos verdes, la que ha estado en silencio hasta ahora, se incorpora con rapidez. Su brazo sigue posado en torno al hombro de Eric, pero ahora su voz resuena en la habitación alta y clara.
—No estás en posición de ponerte obstinado, Eric. Haz lo que la doctora dice.
Abro los ojos un poco más, sorprendida. Por dentro quiero aplaudirle. Finalmente, alguien de su propio bando que lo enfrenta.
El hombre de mediana edad levanta una mano en gesto pacífico.
—Calma, hija…
—No, papá, —responde ella, clavándole la mirada—, sabes que Eric es un cabezota. Si lo dejan, hará lo que le dé la gana.
—Holly… —dice Eric, pero ella niega.
—Sabes que no exagero. Solo piensas en el juego y no ves que esta noche nos hemos llevado un buen susto.
El silencio se instala en la habitación como una losa. Yo me aclaro la garganta suavemente, incapaz de ocultar una sonrisa satisfecha mientras Eric me fulmina con la mirada.
—Las enfermeras estarán a cargo de su evolución esta noche —anuncia, retomando mi tono profesional—. Y debo decirles que solo puede quedarse una persona con él.
—Yo lo haré —salta la madre, sin dejar espacio a debate.
—Perfecto. —Asiento con calma, guardando los papeles contra el pecho.
Y sin dar más margen para que Eric suelte otra de sus quejas sarcásticas, me giro hacia la puerta. Siento la tensión de todas esas miradas en mi espalda mientras me retiro, pero no me inmuto. Cierro la puerta detrás de mí con una calma que contrasta con el remolino de pensamientos en mi interior.
El insoportable Eric Evans. Guapo, sí. Magnético, quizás. Pero insoportable.
Y por más que intenté restarle importancia, sé que ese hombre es el tipo de paciente que se quedara rondando en mi cabeza mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir. Y solo por su carácter de porquería.
Avanzo por el hospital y la sala está llena de movimiento. Las enfermeras e internos están en la emergencia, revisando los signos vitales, ajustan vías, controlan monitores. La sensación de control que tengo al dar órdenes cuando es necesario es una de las pocas cosas que me mantienen centrada en un hospital que siempre parece a punto de explotar.
—Asegúrense de que la vía permanezca estable. —Mi voz es firme y cortante, pero justa con uno de mis internos a cargo que no parece poder encontrar una vena.—. Controla la presión y el dolor; cualquier cambio me llamas.
El chico asiente con premura y me alejo hacia el puesto de enfermeras y termino mis anotaciones del caso Evans. Mientras repaso mentalmente la lista de pendientes, siento unos pasos acercándose a mi lado y solo espero que uno de los internos a mi cargo no haya matado a un pobre cristiano. Levanto la vista y me encuentro con el jefe de neurocirugía, el Dr. Jackson. Su figura imponente y la manera en que caminaba por el pasillo irradian autoridad.
—Me han dicho que estás a cargo de Eric Evans —dice con voz grave, dejando claro que no es una pregunta.
Asiento, conteniendo la irritación que ya comienza a burbujear en mi pecho.
—Sí, señor. Ya dejé instrucciones a las enfermeras para que estén al tanto y me llamen si hay cualquier cambio. —Hago una pausa, segura de que no habrá problemas—. No creo que sea necesario.
Pero el doctor Jackson no está aquí para discutir. Su mirada intensa me hace sentir que cada palabra debe medirse con precisión.
—Quiero que te ocupes personalmente del hombre —anuncia, y por un momento no puede creer lo que escucho.
—No es necesario, señor —repongo con expresión incrédula—. He dejado todo perfectamente organizado y las enfermeras están más que capacitadas para manejarlo.
—Sí, es necesario —replica, con esa mezcla de autoridad y astucia que siempre logra sacar lo peor de mí—. Vale millones de dólares y tú eres una prometedora cirujana. Sería excelente para tu expediente que aparecieras directamente en su caso.
Mi sangre comienza a hervir porque es mi último año de residencia, antes de tomar el examen de certificación. Está a la vuelta de la esquina, y todo lo que quiero es horas en quirófano para perfeccionar mis habilidades. Ahora, una estrella del béisbol interpone sus millones y su ego sobre mi aprendizaje.
—Tenía pensado ir a la sala de descanso, ya que mañana atender un aneurisma a primera hora, señor —digo, tratando de mantener la voz firme y no gritar—. No es necesario que me encargue personalmente del señor Evans.
—Ya no estás a cargo —responde Jackson con calma—. Yo mismo la realizaré.
Siento un golpe de ira recorrer mi pecho. No puedo creerlo. Cada hora en quirófano cuenta, y él acaba de arrebatarme la oportunidad de un procedimiento importante. ¡Maldita sea, Eric Evans! Pienso mientras mis manos se cierran en puños, pero asiento.
—Increíble —murmuro entre dientes mientras mi superior se aleja—. Una estrella de béisbol interponiéndose entre mi práctica y mi futuro. —Tomo el expediente de Evans que descansa sobre el mostrador y lo abro, farfullando palabras sarcásticas para despejar la rabia. —Necesito que verifiques la evolución del paciente Evans —digo a una de las enfermeras.
—Con gusto… el chico está como un queso. —Asiente, intentando no sonreír demasiado mientras murmuraba.
Resoplo, pero no puedo evitar reírme para mis adentros.
—Sí… un queso podrido —añado, mientras la veo alejarse y yo me quedo revisando las notas de enfermería.
El reloj avanza y yo me pierdo entre pacientes, supervisión de mis internos con sus procedimientos, llamadas, hasta que por fin decido que ya he alargado mucho el tiempo y, contra todo lo que no quiero, me dirijo de mala gana a la habitación del nefasto. Empujo la puerta y lo encuentro solo e intentando ponerse de pie, como si la advertencia de su observación no existiera.
—¡Tonto! —exclamó antes de poder evitarlo mientras me adelanto para sujetarlo justo cuando comienza a desvanecerse—. ¿Qué demonios creías que estabas haciendo?
Nos quedamos tan cerca, él tambaleándose y yo sujetándolo, que por un instante ninguno de los dos habla. La tensión es casi física. Solo el suave pitido del monitor y nuestras respiraciones compartidas llenan el silencio.
Me aclaro la garganta, manteniendo la calma mientras lo ayudo nuevamente a recostarse en la cama.
—¿Cómo te sientes? —pregunto, revisando signos vitales y ajustando la vía que se había movido cuando intentó levantarse.
—Bien… solo un poco de mareo si me incorporo. Mi madre fue por algo a la cafetería —responde, con esa terquedad que parecía crónica.
—Y decidió que necesitaba hacer el tonto —replico conteniendo la irritación y al mismo tiempo reconociendo que necesita ver las cosas por sí mismo. No le quita mérito a su terquedad. Es más que evidente que es su personalidad, y nada puede cambiar eso. —¿No puedes estar tranquilo un momento? —le digo mientras ajusto la vía con más fuerza de la necesaria y su expresión muestra molestia.
—¿Te encanta ser una bruja? —pregunta, mitad provocación y mitad desafío.
—No —respondo en tono seco—. Por lo general adoro a mis pacientes… pero las estrellas que creen que pueden obtener toda la atención y ser tratados como dioses, los detesto. Tú eres un buen ejemplo: tu presencia aquí solo atrae atención mediática innecesaria.
—Lo que pasa es que eres una amargada —espeta, con esa sonrisa engreída que parece burlarse de mí.
—¿En serio? ¿Eso es lo que piensa de mí? —repongo con ironía—. Bueno, entonces déjame decirte lo que pienso de ti. Eres una estrella deportiva sobrevalorado.
Veo la ira en sus ojos y sonrío, incapaz de ocultar el placer de tener el control en este pequeño intercambio verbal.
—No sabes una mierda de mí. Seguramente eres una mujer amargada —ataca, intentando provocarme aún más.
—¿Quién juzga a quién ahora? —respondo con firmeza—. Solo soy amargada porque no beso el suelo que todos a tu alrededor parecen adorar. Una amargada, sí. Pero una amargada muy inteligente.
Me doy la vuelta para alejarme, ignorando la tensión que todavía flota entre nosotros.
—¡Cásate! —exclama en tono engreído, mientras yo abro la puerta.
—¡Púdrete! —suelto, saliendo de la habitación y maldiciendo a las estrellas del deporte por ser tan arrogantes, obstinadas y capaces de interferir con la carrera de cualquiera.
Camino por el pasillo con el expediente bajo el brazo, ajustando mentalmente mi agenda, respirando hondo para no volver a entrar y golpear algo. Eric Evans puede ser un obstáculo irritante, pero también es un recordatorio de que mi paciencia y profesionalismo son más grandes que cualquier ego deportivo.