POV ERIC EVANS.
La noche está cálida, demasiado cálida para finales de junio, y el aire está cargado del olor al césped recién cortado y cerveza derramada en las gradas. Me mantengo de pie en mi posición de segunda base, los guantes ajustados en mis manos y los nudillos palpitando, sintiendo cómo cada fibra de mi cuerpo vibrar con la anticipación. El marcador refleja dos carreras de ventaja sobre Cleveland, pero eso no significa nada hasta sacar esos últimos dos out de la entrada. Hay un hombre en primera y, en momentos como este, el tiempo parecía ralentizarse; cada segundo es un pulso y cada respiración una cuenta atrás que amenaza con estallar en adrenalina pura.
Escucho los gritos del público desde mi posición, un rugido constante que sube y baja como olas golpeando las paredes del estadio. La multitud está de pie, pidiendo un double play, y se siente la presión y el aliento a la vez, como si cada grito fuera un empujón hacia adelante y un desafío directo a mi concentración. Este es el deporte que amo. Este es el momento por el que vivo. La adrenalina que me corre por las venas, la intensidad de estar en el diamante y la mezcla de miedo, emoción y orgullo… todo se combina en una sensación casi eléctrica que me hace sentir invencible, aunque sé que no lo soy.
No puedo negar que me gusta lo que esta vida me ha dado. Ser jugador profesional para los Rays me ha abierto puertas, me ha dado estatus, me ha permitido una vida social que muchos solo sueñan, y sí, la sensación de poder y reconocimiento es adictiva. Pero nada de eso se compara con el legado que llevo sobre mis hombros. Mi padre, Hudson Evans, una leyenda en esta ciudad, no me dio solo un apellido cuando se casó con mi madre y me adoptó. Me dio amor, disciplina y la certeza de que puedo aspirar a algo grande, a algo que trascienda los límites de mi propia vida. Él me enseñó cómo concentrarme, cómo escuchar el juego y, sobre todo, cómo mantener la calma cuando todo a mi alrededor está explotando en ruido y presión.
Cierro los ojos un instante, dejando que la algarabía de las gradas desaparezca. Aprendí esto de él. Desconectarme del mundo, silenciar la multitud y escuchar solo lo que importa. Solo el lanzador, solo el receptor, solo mi instinto. Me concentro en el lanzador del montículo, Tyler Jensen, que levanta la mano y espera las señales de Ortiz, nuestro receptor. Cada músculo de mi cuerpo está tenso, preparado, y siento cómo el guante se ajusta mejor a mi mano, como si de repente fuera una extensión de mí mismo. Escucho el silbido del aire cuando la pelota deja la mano de Jensen y entra en el plano del home.
El bateador conecta, y el sonido seco del roletazo me llega como un disparo. La bola rueda hacia la tercera, un movimiento sencillo en apariencia, pero todo mi cuerpo sabe que la jugada se va a definir en fracciones de segundo. Corro hacia la segunda base con la fuerza y velocidad que he aprendido a cultivar desde niño, recordando las sabias palabras de mi padre “Todo se gana con anticipación y con corazón, Eric. No dejes que el miedo te gane”.
Pongo el pie sobre la almohadilla justo cuando el corredor conecta con mi hombro en un choque brutal. Maldigo, sintiendo la fuerza de su impacto, recorrer mi columna y clavarse en cada articulación. Caigo al suelo, y por un momento todo se vuelve n***o. Las luces del estadio, los gritos de la multitud, incluso la presencia de mis compañeros, desaparecen. Solo está el dolor que se instala en mis costillas y en mi hombro, y la sensación de que el mundo puede terminar en este instante.
Escucho maldiciones, pero no son las mías. Son de él, de los jugadores rivales, del público que observa el choque desde las gradas. Luego, vienen los gritos de mis compañeros, llamando al personal médico, y un miedo distinto se apodera de mí: miedo a lo que viene después del impacto, miedo a no poder levantarme cuando el mundo sigue girando. Pero algo dentro de mí me recuerda que aún estoy vivo, y es todo lo que necesito para poder ganar, y tener la certeza de que aún puedo cumplir con mi deber.
Poco a poco, la visión vuelve. Veo los rostros preocupados de mis compañeros, la presencia de los entrenadores y médicos sobre el campo, pero también veo la pelota en mi guante y eso me cabrea.
—¡Eric! —grita Ortiz cerniéndose sobre mí —. ¡Quédate quieto!
Intento responder, pero apenas puedo mover la boca. La voz de Jensen, el pícher, llega entrecortada.
—¡Respira, hombre, respira! Ya te van a sacar del campo.
No quiero salir del juego. Reniego, sacudo la cabeza, y trato de incorporarme.
—¡No! ¡Puedo seguir! —grito entre jadeos.
Uno de los entrenadores se arrodilla a mi lado, sujetándome por los hombros.
—Eric, tienes que salir. Ahora. —Su voz es firme, sin discusión posible.
—¡No! ¡No voy a perderme esto! —insisto, mi voz temblando de dolor y frustración—. ¡Todavía podemos ganar la entrada!
—Lo siento, hombre, pero es la decisión del equipo médico. No puedes seguir así —responde con severidad.
Me arrastran hacia el dugout mientras farfullo un poco, pero el dolor es más fuerte que mi orgullo. Mis compañeros me miran con ojos llenos de preocupación.
—¡Mierda, Eric! —grita Hudson, uno de mis compañeros más cercanos, al ver el estado en que estoy—. No vale la pena arriesgar más.
Cada paso duele y cada movimiento me recuerda el choque brutal que acabo de recibir. El personal médico me coloca en una camilla mientras uno de ellos ajusta correas y almohadillas.
—Vamos, Eric, es mejor prevenir —dice un paramédico mientras intenta tranquilizarme—. Puedes hacerlo otra noche.
—¡Otra noche no es esta noche! —protesto, el enojo mezclándose con la impotencia—. ¡No así!
Finalmente, me suben a la ambulancia. La puerta se cierra y siento el arranque del motor y el rugido mezclándose con el latido acelerado de mi corazón.
—Mierda… —susurro, haciendo una mueca. —Así no esperaba terminar mi noche.
—Tranquilo, Evans —dice uno de los paramédicos mientras revisa mi hombro—. Vamos a llevarte al hospital para asegurarnos de que todo esté bien.
—¿Hospital? ¿En serio? —respondo con incredulidad, todavía intento luchar con el mareo que me asalta—. ¡No puedo creerlo! Estamos a nada de ganar el partido.
—Lo sentimos —interviene otro paramédico—. Si queremos que sigas jugando a largo plazo, esto es necesario.
Miro por la ventanilla mientras el estadio se aleja. El rugido de la multitud se convierte en un murmullo distante. Mi orgullo duele tanto como mi cuerpo, pero no puedo negar que estoy agradecido de tener atención médica porque en el fondo me siento como la mierda.
Hago una mueca al darme cuenta que mis padres y hermana de seguro estaban viendo el partido esta noche. Lo último que deseo es preocupar a mi familia y, por primera vez en la noche, dejo de luchar contra la realidad. Mi mente repasa la jugada, el choque, el golpe brutal, y la sensación de impotencia se mezcla con un hilo de gratitud.
—No así… —murmuro otra vez, cerrando los ojos y haciendo otra mueca—. No así esperaba terminar mi noche.
POV ROSE CARUSO.
Las luces nocturnas se cuelan por los ventanales de la habitación cuando termino de dar de alta a mi paciente. La sensación de alivio es intensa luego de días tratando su aneurisma, noches de insomnio por complicaciones menores, y finalmente verla salir del hospital con paso firme me daba una satisfacción profunda. Este es el momento que recuerdo por qué he elegido esta profesión.
—Gracias, doctora Rose. No sé cómo agradecerle. —Su voz tiembla ligeramente.
—Solo cuídese y siga los controles —respondo con una sonrisa—. Si algo cambia, no dude en regresar inmediatamente, ¿de acuerdo?
Con eso salgo de la habitación y camino hacia la recepción, sintiendo cómo el calor de junio. Saludo a las enfermeras que están entrando a su turno, quienes me devuelven sonrisas cómplices, y me detengo a firmar los informes mientras repaso mentalmente cada detalle de la atención.
Entonces, el móvil suena. Frunzo el ceño al ver el nombre en la pantalla. Mamá. Respiré hondo. Puedo ignorar la llamada, posponerla… pero sé que no puedo escapar así. Así que suspiro y respondo.
—Hola—Mi voz suena más calmada de lo que me siento.
—¡Hola, mi petardo intrépido! —Su tono juguetón y cálido me hace sonreír casi sin querer. Katherine Caruso siempre ha tenido ese don de iluminar la habitación con su voz, y yo la adoraba por eso.
—Hola, mamá. ¿Cómo estás? —pregunto, intentando que mi cansancio por él no se filtre en mi voz.
—Llamó porque necesito saber si estás bien, cariño. Después de lo que pasó con tu padre, quiero asegurarme de que no te has metido en problemas.
Resoplo. Sé exactamente a qué se refiere. Alessandro Caruso había irrumpido nuevamente en mi vida para investigar a mi novio. Mi padre es un hombre… especial. Su amor es protector, sí, pero asfixiante y controlador. Lo amo, pero debe dejarme vivir mi vida.
—Estoy bien, mamá. Drake ya no está en mi vida.
—Lo sé, cariño. Lo siento, pero tu padre tenía motivos para sospechar… y tenía razón. ¡Ese desgraciado está casado!
Sí, mi padre tenía razón al sospechar cuando se enteró que salía con alguien. Pero no es algo que pienso admitir. Sería como darle carta blanca para seguir entrometiéndose en mi vida.
—¿Papá te pidió que llamaras? —pregunto con cautela, sabiendo que la respuesta alteraría mi día.
Hay un silencio breve y pesado.
—Sí. —La respuesta es corta, pero el significado es claro. —Sabes que tu padre es un dolor en el trasero cuando se pone intenso. —Cuchichea y me río entre dientes, aunque no quiera.
Niego. Y mi busca suena alertándome.
—Mamá, tengo que irme, hay una emergencia que atender. Te llamo después —digo antes colgar y de que la conversación pueda volverse más tensa.
Amo a mis padres, ser parte de la familia Caruso era un orgullo para mí. Una dinastía hotelera que maneja los mejores hoteles & resorts alrededor del país y dirigidos por mi padre con mano de hierro. Mi padre… ¡Dios! Su amor protector me había llevado a huir de Miami hacia Tampa, buscando algo de libertad, aunque fuera solo unas horas de distancia. Siempre fui la niña mimada de papá; Stefan, mi hermano, unos años menor, ha disfrutado de la libertad que yo nunca tuve. Mi decisión de mudarme fue mi pequeño acto de rebelión, mi manera de recuperar un fragmento de autonomía que él intentaba controlar aún siendo un adulto. Tengo treinta años y soy una profesional capaz.
Pero para él sigo siendo la pequeña Petardo que corre por el parque.
Al llegar a la sala de emergencias, la actividad me golpea de inmediato. Monitores pitando, enfermeras corriendo, olor a desinfectante mezclado con tensión. Frente a mí, un hombre yace en una camilla, rodeado por curiosos y los internos que están en emergencia.
—¡Por favor! ¡Aléjense! —digo con voz firme, marcando autoridad.
El grupo se dispersa rápidamente. Una interna me entrega la historia clínica del paciente con nervios y al mismo tiempo con una sonrisa coqueta. Leo el historial. Eric Evans. Jugador profesional de béisbol, ha tenido un choque con otro jugador durante un partido esta noche y perdido la conciencia por unos segundos.
Bien, será una noche larga.
—Señor Evans —digo, tomando mi linterna—. Voy a revisar su visión. Miré hacia aquí.
—Oh, claro, porque mirar mis ojos resolverá todo —contesta con un tono sarcástico que me hace fruncir el ceño—. Realmente no necesito esto, ¿sabes?
No puedo evitar pensar que, aunque su cara es… bueno, atractiva, esa actitud lo hace perder todo encanto.
—Yo decidiré eso —espeto viendo sus ojos negros que me fulminan con la mirada, mantengo la mirada firme, sin ceder ante su sarcasmo.
Reviso los papeles de la ambulancia y confirmo su nombre. Al levantar la vista hacia él, su mirada está cargada de molestia y desafío.
—Bueno, señor Evans, bienvenido a mi sala de urgencias —anuncio con calma, dejando que mi autoridad llenara la habitación.
—Bienvenido… fantástico —murmura, claramente molesto de que una mujer le hable con tanta seguridad.
—Sí, y ahora necesitamos llevar a cabo los estudios pertinentes y llevaremos a una habitación donde podrá descansar y ser monitoreado —continuo—. Así que, por favor, colabora.
—Esto es ridículo… alguien diciéndome qué hacer —bufa entre dientes.
—No es ridículo. Es cuidado médico profesional —replico, notando cómo su atractivo parece empequeñecerse frente a su actitud desafiante—. Y, honestamente, tu carácter lo afea, señor Evans.
—Eric. El señor Evans es mi padre —murmura con resignación. Entonces frunce el ceño y mira a un hombre que lleva un uniforme de béisbol como el paciente. —Puedes llamar a mi madre y decirle que estoy bien.
El hombre asiente.
No dice nada más y los residentes hacen que los curiosos se alejen mientras lo hago recostarse para los exámenes iniciales. Mis manos se mueven con precisión. Presión, puntos de sensibilidad, reflejos, pupilas. Cada movimiento es consciente y controlado, mientras él continúa murmurando comentarios sarcásticos y malhumorados.
—Eric, necesito que me diga si ha tenido mareos, vómitos o dolores de cabeza —espeto, iluminando sus pupilas con la linterna una vez más y esta vez si deja que lo haga.
—¿Mareo? Sí. Pero estoy bien —responde con desdén—. Solo necesito un analgésico.
—Yo decidiré si está bien —repongo en tono firme. Su tono molesto se mezcla con irritación, pero no me intimida. Estoy acostumbrada a tratar con personas malhumoradas y necias—. Bien, prepárenlo para traslado.
Los internos preparan al paciente para los estudios pertinentes; he ordenado tomografía y análisis de rutina. Cada protesta que emite era una oportunidad para recordarle que no está ahí para debatir, sino para recibir atención médica.
—Esto es un abuso… —murmura cuando la enfermera lo acomoda para el escaneo.
—No, señor Evans, es responsabilidad médica —respondo, manteniendo la compostura—. Y, créame, le hará más bien que mal.
Mientras espero los resultados, siento la mezcla de tensión, cansancio y frustración que caracteriza mis días en la emergencia. Cada paciente es un desafío; cada segundo puede significar la diferencia entre complicaciones y resolución. Eric Evans, con su sarcasmo y su mirada altiva, es uno de los más complicados que he atendido, y eso hace que, aunque físicamente sea atractivo, me resulte irritantemente insoportable.
—Entonces, doctora… —dice, tratando de sonar ingenioso—. ¿Siempre eres así de mandona con todos los que vienen aquí?
—Sí —respondo con simpleza, sin atenuar mi autoridad—. Y con usted aún más. Porque usted lo necesita. —Se reclina, murmurando algo que no alcanzo a entender, pero su desdén es evidente. —Vamos a hacer esto rápido, Eric —digo mientras tomamos las imágenes de la tomografía—. Luego podrá relajarse y tomar su analgésico.
Él bufa en respuesta, pero no objeta más. Mi autoridad y determinación han impuesto orden. Mientras lo observo recostado, no puedo evitar pensar que este tipo de pacientes enseñan paciencia, control y firmeza; que la combinación de atractivo y mal carácter es una curiosa ironía que se ve incluso en la medicina de urgencias.