CAPÍTULO 6.

1642 Palabras
Intento mantenerme al margen, me muevo con pasos discretos, casi invisibles, buscando ese refugio efímero que parece imposible de encontrar en medio de tanto ruido y flashes. No es que la atención mediática me fuera desconocida. Crecí con ella. Mi padre, con su éxito que siempre parece exigirle una foto más o un titular más; mi madre, cuya labor social es celebrada en la primera plana de los periódicos como si su generosidad fuera una marca registrada. Sí, ambos merecen sus reconocimientos porque trabajan duro. Había tenido mi dosis, suficiente para saber que cada sonrisa dirigida a la cámara, cada gesto amable frente a un lente, es un performance agotador. Y hoy no es diferente. La visita de los Rays parece un espectáculo montado a mi alrededor, y yo solo quiero escapar de ese circo. Me aparto, esquivando a todos, el sonido metálico de las cámaras y la gente que parece danzar en un ballet caótico de sonrisas falsas y frases ensayadas. Alguien de la fundación habla de donaciones, de la noble labor de dar, mientras yo intento mantener los ojos lejos de los míos propios. No debo rodar los ojos; no debo mostrar el cansancio, la irritación que me quema por dentro. Todo es un maldito circo, pero yo tengo que aparentar calma. Al girar hacia el área de admisión de pediatría, respiro hondo, necesitando un respiro. Ignoro a los jugadores que se dirigen a otra sala, sus pasos resuenan detrás de mí como un recordatorio de que no hay escapatoria, de que, incluso aquí, la atención me persigue. —Rose —escucho mi nombre. Giré despacio, deseando que sea una alucinación provocada por el momento, pero no. Ahí está Drake. Con su cabello perfectamente peinado, su traje oscuro y esa sonrisa falsa que alguna vez confundí con ternura. Avanzaba hacia mí con pasos decididos, rápidos e implacables. Mi corazón da un vuelco, una mezcla de sorpresa y una irritación inmediata que me sube como un incendio por la espalda. —¿Qué carajos haces aquí? ¿Cómo llegaste a este piso? —le suelto, sin pensar, con la voz cargada de incredulidad y un poco de enojo. —Eso no importa —espeta—. Lo que importa es que esperaba saber de ti después de las flores. —Responde, dando un paso hacia mí con esa seguridad ensayada que siempre usa cuando intenta recuperar el control Sus palabras parecían planeadas, deliberadas, y me obligaron a apartar la mirada por un instante mientras mi mente buscaba racionalizar la irrupción. —Eso se llama no querer hablar contigo, Drake. Debería ser fácil de entender. —Rose… —¿Esperabas qué, exactamente, cuando eres un maldito mentiroso, estás casado y me convertiste en tu jodida amante? —Lo interrumpo, sintiendo cómo la rabia quema en mis venas, una mezcla de traición y exasperación que he intentado mantener bajo control. — Me convertiste en tu maldita amante. Drake respira hondo, con calma irritante. Drake bajó la voz, intentando que el resto del pasillo no escuchara. —Acepto que estoy casado… pero no la amo. Rose. Lo nuestro era diferente. Sus palabras flotan entre nosotros, tan pesadas que me hacen arquear una ceja y soltar una carcajada sin humor. —Por favor —le interrumpo, casi sin aliento—. Eres un cliché con corbata —le dije, más para convencerme a mí misma de que no había posibilidades de creerle, que para desafiarlo. Ya había sido lo suficientemente estúpida como para seguir el juego. Intento alejarme, pero él me sujeta por la cintura con un movimiento rápido. Lo hace con esa familiaridad que ahora me resultaba repugnante. Siento el calor de su mano a través de la tela de mi bata, y una corriente de ira me recorre el cuerpo. —Suéltame —le exijo. —Solo escúchame, por favor. —Te dije que me sueltes —espeto, esta vez empujándolo con fuerza. Él vacila, sorprendido por mi tono, pero no retrocede. Su mirada se vuelve una súplica absurda, una mezcla de pena y manipulación que ahora puede ver demasiado bien. Y entonces una voz, grave y segura, rompe el aire entre nosotros. —¿Todo bien por aquí? La voz tiene un tono familiar que me hace girar la cabeza al tiempo que el brazo de Drake se aparta de golpe. Eric está ahí, posa su mano en mi espalda con una naturalidad que me descoloca. El contraste entre la calma de Eric y la intensidad de Drake me desarma por completo, y puedo sentir cómo mi mente intenta procesar la situación en un parpadeo. —¿Quién diablos eres? —Drake frunce el ceño y pregunta, con voz cargada de desafío. Yo abro la boca, dudando, pero antes de que pueda decir algo, Eric responde por mí. —La persona con la que sale. Y será mejor que la dejes en paz. Me quedo paralizada. Siento cómo la sangre me sube al rostro y cómo mis pensamientos se desordenan. ¿Qué acaba de decir este insensato? Drake me mira, luego lo mira a él, y por un segundo parece buscar en mi rostro una negación o una rectificación. Pero no le doy el gusto. No me sale la voz. Finalmente, asiente con un gesto sarcástico. —Hablaremos luego —asevera, antes de alejarse por el pasillo, dejando tras de sí un silencio tenso que se siente casi físico. Me giro hacia Eric, intentando ocultar la mezcla de sorpresa, alivio y confusión que recorre mi cuerpo como una descarga eléctrica. —¿Qué te pasa? —le pregunto, con la voz más severa de lo que me hubiera gustado. Pero antes de que pudiera obtener respuesta, el sonido de una cámara haciendo “clic ” nos hace saltar a ambos, y la sonrisa satisfecha de un reportero rompe la tensión. —Bien, Evans. No me lo esperaba —exclama una voz, emocionada—. ¡Evans y su nueva conquista! El mundo se detiene. Giro apenas para ver al reportero con la cámara colgada al cuello, sonriendo como si acabara de descubrir oro. Eric parece salir de su propio trance dando un paso al frente. —Oye, espera, no es lo que parece... Pero el hombre ya se aleja, hablando por su radio, seguramente para avisar que tiene “la primicia del día”. Yo sigo sin moverme. La ira me sube lentamente, como una ola espesa y sofocante. —¿Qué hiciste? —susurro, apenas capaz de controlar el temblor en mi voz a causa de la incredulidad por lo que acaba de suceder mientras lo fulmino con la mirada. —Rose, lo siento —dice, con las manos levantadas—. No era mi intención. Solo... parecía que el tipo te estaba molestando y... —Y decidiste que fingir que salimos es una gran idea, ¿no? —lo interrumpo, sintiendo cómo me arden las mejillas. —No pensé —admite, desviando la mirada un instante. —Eso está claro. Le doy la espalda porque quiero alejarme antes de decir algo peor. Camino por el pasillo con pasos rápidos, casi tropezando con el carrito de suministros de una enfermera, y siento el peso de todas las miradas sobre mí. Cada paso es una mezcla de vergüenza y furia. Perfecto, pienso. Ahora soy “la novia del héroe del diamante”. Llego al área de administración y cierro la puerta con un golpe seco. Apoyo la frente contra la madera y respiro hondo. Siento la piel del rostro ardiendo y el corazón latiendo tan fuerte que me duele el pecho. —Tranquila, —me digo. —Respira. Pero no puedo. La escena se repite una y otra vez en mi cabeza. La mirada de Drake, las palabras de Eric y el destello del flash. Todo condensado en un solo segundo. Me miro en el reflejo del ventanal. La bata blanca, el cabello desordenado y el rostro tenso. Parezco otra persona. Lo peor es la sensación de pérdida de control. Yo, que desde que inicié la universidad había vivido midiendo cada palabra, cada gesto, y ahora estoy metida en un rumor que puede salir en los medios en menos de una hora. “Eric Evans, figura de los Rays, presenta a su nueva conquista”. Ahogo un gemido cuando pienso en mi padre llamando para saber sobre mi manera de superar una ruptura. —¡Diablos! —Siseo. Apoyo la cabeza entre mis manos. El aire del hospital huele a flores y a plástico, una mezcla que me revuelve el estómago. Entonces golpean la puerta. —Doctora, Caruso... —la voz de uno de mis internos a cargo me sobresalta. —Vete —digo sin girarme. —La tomografía de la señora Peterson salió normal —anuncia en tono titubeante y recuerdo a mi paciente de sesenta años que tuvo un accidente doméstico y sufrió una convulsión. —Doctora… —Sí, ya escuché —replico y suelto un resoplido—. ¿Dime que sigue ahora? —Inquiero y solo escucho silencio. Dios, ayúdame a no colgarlo de las lámparas. Me pongo de pie y abro de un tirón la puerta para encontrar al interno revisando sus notas. —Ordena un electroencefalograma —digo mientras me oprimo el puente de la nariz antes de continuar—. Hay que descartar crisis epiléptica secundaria por el golpe. —Asiente rápidamente, pero no se mueve. — ¡Pero, ya! Lo veo alejarse de manera apresurada y cierro nuevamente de un portazo. Me dejo caer en una silla y me cubro el rostro con las manos. Por un momento, deseé poder volver a esta mañana en la que todo lo que me preocupaba es un paciente complicado o una cirugía pospuesta. Pero no. Ahora tengo que lidiar con algo peor. El circo mediático que he tratado de evitar toda mi vida.
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