CAPÍTULO 7.

2438 Palabras
El día ha sido largo, pero no tanto como los pensamientos que me han perseguido las últimas cuarenta y ocho horas. Desde el incidente con Eric y el maldito flash de la cámara, no he tenido un solo momento de paz mental. Cada mañana, al abrir el portal de noticias, mi estómago se contrae esperando ver mi rostro junto al suyo, con titulares ridículos del tipo “la nueva conquista del diamante”. Pero nada. Ni una mención. Silencio absoluto. Y no sé si sentir alivio o una punzada de curiosidad. Sin embargo, todo es solo silencio. Y una parte de mí lo agradece. Intento concentrarme en el trabajo. En lo que sí puedo controlar. Los pasillos del hospital siempre tienen ese aroma estéril que, de algún modo, me ayuda a volver al centro, a recordar quién soy y lo que hago. Me gusta pensar que, aquí adentro, los escándalos del mundo exterior no tienen cabida. No importaban los titulares, ni los nombres, ni los apellidos famosos. Solo los monitores, las manos que trabajan, la vida y la muerte latiendo en cada decisión. Era media tarde cuando escucho mi nombre resonar por el altavoz. El tono seco del mensaje basta para que el pulso me suba. Dejo el informe que estoy revisando y me encaminé a paso rápido por los pasillos. El sonido de mis zapatos resonando con urgencia. —Se llama Thea —me dice el cirujano pediátrico al pasarme el reporte—. Seis años. Involucrada en un accidente automovilístico. No llevaba cinturón. Pérdida de conciencia en el traslado. Ambos sabemos qué hacer y un tiempo después estamos moviéndonos de manera automática. Guantes, cofia y lavado quirúrgico, antes de entrar al quirófano y escuchar el pitido constante del monitor que marca una vida frágil y tambaleante. El cuerpo pequeño de Thea parece hundirse en la camilla, rodeado de manos que trabajan a toda velocidad. —Presión cayendo —avisa alguien. —Preparad transfusión —ordeno, sin apartar la vista del campo quirúrgico. La hemorragia es intensa. El trauma abdominal se mezcla con signos de daño craneal severo. Me concentro y bloqueo el ruido, las voces y todo lo que no va a detener esta maldita hemorragia. Mis manos se mueven con precisión, pero siento el corazón golpeando con fuerza en mi pecho. El sudor empieza a empapar mi frente bajo la mascarilla y cada segundo es importante. —Vamos, Thea —susurró sin pensar—. Quédate conmigo, pequeña. No sé cuánto tiempo pasa. Minutos, tal vez una hora. Todo se vuelve una sucesión de decisiones rápidas, de maniobras desesperadas. Pero los números en el monitor no mienten. La presión cae más rápido de lo que podemos compensar. La saturación se desploma. Y entonces, la puerta del quirófano se abre. —Jackson —murmuro sin apartar la vista cuando veo a mi jefe entrar. El doctor Jackson entra con ese aire sereno que puede irritar y tranquilizar al mismo tiempo. Se coloca junto a mí, evaluando la escena con una mirada experta. —¿Qué tenemos? —pregunta. —Hemorragia masiva. Contusión cerebral severa e hipertensión intracraneal. No responde a estímulos y estoy intentando estabilizarla. Jackson observa los monitores, luego a la niña, y hace un rápido examen de sus reflejos y revisa sus pupilas. Su silencio lo dice todo. —Caruso… —dice, al fin, con su voz grave y medida. Niego con la cabeza sin apartar mis manos. —No. Aún puedo… —Rose —interrumpe en tono más firme—. No hay nada más que hacer. Mi respiración se vuelve irregular. La adrenalina que me ha mantenido alerta empieza a convertirse en desesperación. —No me pidas eso, Jackson. Solo un minuto más. Él me miró con esa mezcla de comprensión y autoridad que tanto odio. Luego vuelve a revisar los reflejos y las pupilas. El silencio que sigue es brutal. —Cierra, Caruso. Y habla con los padres. Tal vez podamos considerar donación. La palabra donación me atraviesa el pecho como una cuchilla. Bajo la cabeza, sintiendo cómo la frustración me quema por dentro. Thea está ahí, quieta y frágil, y todo en mi grita que no puedo dejarla ir. Pero no es decisión mía. No es una cuestión de voluntad, sino de biología. Asiento despacio. —Entendido —murmuro, apenas un hilo de voz. El resto es de manera mecánica. Los movimientos finales, las suturas, el silencio absoluto en la sala mientras el monitor queda mudo. Cuando termino, dejo los instrumentos sobre la mesa con un temblor en las manos. Salgo del quirófano antes de que nadie diga nada. Me quito la cofia, el cubrebocas y los guantes. Todo. Camino sin rumbo por el pasillo, sintiendo que el corazón me pesa más que el cuerpo entero. Afuera, me detengo junto a una de las paredes blancas y respiro, una, dos, tres veces, hasta que el nudo en la garganta se hace insoportable. Tenía que hablar con los padres. Dios. Odiaba esa parte. Odiaba tener que ser quien destruyera el último hilo de esperanza de alguien. Pero es mi deber. El grito de la madre es como un eco dentro de mi pecho. El padre solo baja la cabeza, sus hombros convulsionan en silencio. Y yo, que debería estar acostumbrada, siento cómo el aire se me escapa del cuerpo. No hay entrenamiento que te prepare para esto. Nunca. El resto de mi turno pasa como una película frente a mí. Salgo de ahí sin esperar. No quería quedarme más tiempo. No quiero que me vean derrumbarme. Camino hasta el estacionamiento con pasos rápidos, como si huir pudiera borrar lo que pasó. El sol ya cae y la luz dorada del atardecer tiñe todo con un falso aire de calma. El contraste con lo que siento es casi cruel. El aire fresco me golpea la cara, pero no alivia nada. Thea seguía ahí, en algún rincón de mi cabeza, con sus manos pequeñas y su cabello pegado a la frente. La primera niña que perdía. Y eso dolía más de lo que había imaginado. Me paso las manos por el rostro, intentando recomponerme, cuando lo veo. Está apoyado junto a una camioneta negra, con las manos en los bolsillos, y esa expresión, entre seria y cautelosa, está Eric Evans. Por un segundo pienso que lo estoy imaginando. Pero no. Ahí está, en carne y hueso, mirándome como si dudara de si acercarse o no. Yo no tengo ni energía ni paciencia para esto, no esta noche. Me duelen las piernas y los ojos. Cada paso que he dado desde que salí del quirófano se siente como caminar con una piedra en el pecho. Me detengo frente a él. —¿Qué haces aquí, Eric? —pregunto con la voz ronca, más por agotamiento que por hostilidad. Él se encoge de hombros, con una media sonrisa que no alcanza sus ojos. —Pasaba por aquí. Pensé que tal vez necesitarías salir a tomar aire. —¿Pasabas por aquí? —repito con un dejo de incredulidad. —Bueno, no exactamente. Pregunté si estabas en turno. —Se rasca la nuca, incómodo—. Escuché sobre una emergencia y… no sé, supuse que podía esperar por si salías. Necesitaba hablar contigo —responde con calma, sin apartar la vista de mí. Suspiro, apoyándome ligeramente en una de las barandillas. —No creo que sea un buen momento. —Vine a disculparme por lo del otro día —añade, viéndome con atención—. Por… meterme. Y por el desastre con la prensa. El recuerdo me golpea con fuerza. El flash, el periodista, el titular que nunca llegó a publicarse. Me cruzo de brazos, más por mantenerme en pie que por defensa. —Eric, no te preocupes —murmuré—. Ya pasó. —No —me interrumpe, dando un paso adelante—. No, “ya pasó”. Hablé con el periodista. Lo miré, desconcertada. —¿Qué hiciste? —Le pagué —anuncia, sin rodeos—. Una buena suma. Le compré el silencio. No habrá nota, ni fotos, ni titulares inventados. Nadie sabrá nada. Lo observo unos segundos, procesando lo que acaba de decir. Puedo imaginarlo perfectamente, con ese aire de seguridad y recursos que lo rodea, solucionando las cosas con dinero como si fuera tan fácil borrar un problema. Y para mí no es ajeno porque es el mecanismo de Alessandro Caruso. Parte de mí quiere enojarse, pero otra, más cansada, solo quiere que el día termine. —Gracias —digo al fin, mi voz apenas en un hilo—. Pero, sinceramente, ahora mismo eso carece de importancia. Él asiente, desviando la mirada un momento, como si entendiera. —Lo sé. Pero igual quería decírtelo. —Está bien —respondo, cansada—. Te disculpo. Pero si no te importa, ha sido un mal día y solo quiero irme a despejar la mente. Eric da un pequeño paso hacia un lado, pero no se mueve del todo. —¿No quieres hablar? —pregunta, con ese tono que mezcla curiosidad y preocupación. Niego con la cabeza y exhaló un suspiro largo. —No. No hay nada que decir. Hay un silencio tenso. Puedo escuchar el zumbido distante de un insecto, el golpeteo de las gotas que caen desde el techo del estacionamiento. Entonces, su voz se vuelve más suave. —Sé lo que es tener un mal día —espeta. Y no sé por qué, pero esa frase me hace reír. Una risa ronca y rota, que se me escapa sin permiso. Lo miro con los ojos entrecerrados, una mezcla de cansancio y amarga ironía. —¿De verdad? —le digo—. ¿Tú sabes lo que es un mal día, Eric Evans? Él arquea una ceja, sin perder la calma. —Claro que sí. He tenido varios. Niego despacio, con una sonrisa fría en mis labios. —No. No lo sabes. —Trago saliva y siento cómo las palabras se me desbordan, imposibles de contener—. Tú puedes fallar, Eric. Puedes tener un mal partido, un mal lanzamiento, una mala noche. Y al día siguiente, tienes otra oportunidad. Puedes reivindicarte. En tu trabajo, si fallas, te levantas, te limpias las manos y sigues. —Hago una pausa y las llaves de mi auto tiemblan entre mis dedos. —, pero si yo fallo… alguien muere. —Las palabras salieron quebradas, pesadas, como si las arrastrara desde el fondo del pecho. —Él se queda quieto, mirándome en silencio. Yo respiro hondo, intentando mantenerme entera, pero las lágrimas ya me ardían detrás de los párpados. —Debería ser normal —sigo, casi en un susurro—. Ver de frente a la muerte. Lidiar con ella como si fuera parte del trabajo y sé lidiar con ellos. Pero hoy… —Trago saliva y las palabras apenas salen—, hoy perdí a una niña. No había perdido a una antes y solo tenía seis años, Eric. Seis. El temblor en mis labios me traiciona. No quiero llorar, no frente a él, no frente a nadie. Pero las imágenes se agolpan: la camilla, el monitor apagándose, el rostro de Thea quieto, demasiado quieto. —Hicimos todo lo que pudimos —susurro más para mí que para él—. Todo. Pero no fue suficiente. El silencio se estira entre nosotros, espeso y cargado. Pienso que él dirá algo, una frase de consuelo, algún cliché que voy a detestar. Pero no. No dice nada. Solo se mueve despacio, da un paso y luego otro. Antes de que pudiera reaccionar, su brazo me rodea por los hombros con una naturalidad desconcertante, su cuerpo tibio y firme, cerca del mío. Un abrazo. No uno incómodo ni condescendiente. Un abrazo de verdad. Cálido y contenido. Me quedo rígida al principio, más por sorpresa que por otra cosa. Pero después, sin entender cómo, mis manos buscan su pecho, y la barrera se rompe. Cierro los ojos y siento el olor a su colonia, una mezcla de madera y algo cítrico que me envuelve, y de pronto el estacionamiento, el día y el dolor, todo parece quedarse atrás, suspendido en un silencio donde solo existe este instante. Siento su respiración en mi cabello, pausada, constante, y la mía temblando contra su pecho. Es extraño. Porque no esperé que se sintiera bien. Pero se siente increíblemente bien. No es solo el contacto físico. Es la sensación de no tener que sostener el mundo por unos segundos. De poder derrumbarme sin miedo. Nadie te prepara para el momento en que salvas vidas y fallas. Nadie te dice qué hacer con el vacío que queda. Las lágrimas, silenciosas, empiezan a correr por mis mejillas. Y Eric no se mueve. No intenta decirme que todo estará bien, no trata de calmarme. Solo se queda ahí, en silencio, su mano apoyada en mi espalda, subiendo y bajando lentamente, dándome un tipo de consuelo que no sabía que necesito. —Lo siento —murmuro al cabo de un rato, apartándome apenas, limpiándome las lágrimas con torpeza—. No suelo hacer esto. Él me mira, con una expresión suave, casi… humana, sin rastro del sarcasmo que normalmente lo acompaña. —No tienes que disculparte. —No soy de las que lloran frente a extraños —insisto, intentando recomponerme. —Entonces supongo que ya no soy un extraño —comenta con una pequeña sonrisa. Ruedo los ojos, pero la verdad es que no tengo fuerzas para replicar. —No sabes cómo me siento, Eric. —No —admite—. No lo sé. Pero no significa que sea un idiota. Le doy una pequeña sonrisa. —Gracias. —murmuro, viendo alrededor—, necesito ir a casa. —Mejor te invito a un lugar donde puedas relajarte—ofreció de inmediato. —No lo sé… —Venga. ¿Quieres ir a tu casa y mirar las paredes? —Tuerzo el gesto porque le atino. Ámbar no está en la ciudad hasta mañana, así que él tiene razón y voy a estar sola. Lo miro, dudando. Pero luego asiento. No porque lo necesite, ¿o sí? Sino, porque, por alguna razón, no quiero volver sola. Un par de minutos después subo a su camioneta, y el silencio vuelve a caer entre nosotros. Esta vez no es incómodo. Es una pausa o una especie de tregua. Afuera, la noche se cierra sobre la ciudad, y yo siento que, por primera vez en todo el día, puedo respirar un poco. No había soluciones, finales felices o frases heroicas. Solo una especie de paz extraña, nacida del agotamiento y de un abrazo inesperado.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR