FAITH
Helen y yo cenamos juntas y se empezó a reír.
—Lo siento —se reía—, pero es que te pones muy graciosa cuando estás enfadada con él.
—Me saca de mis casillas —admití.
Era lo que mejor se le daba a Nate esos últimos años: sacarme de quicio. Aparecía y se creía mejor, con el poder sobre mí, y me había dejado sin plan para ese fin de semana. ¿Iba a estar encerrada en casa mordiéndome las uñas?
—¿No te ha llamado tu hermana? —preguntó y yo negué.
Al final me decidí a hablar con Clara, pero no había sido valiente como para llamarla yo, así que le envíe mi número de teléfono para que ella lo hiciera. Todavía no había tenido noticias y cada vez que me sonaba el teléfono algo dentro de mí se moría de nervios.
—No. ¿De verdad tienes que salir con ese tío mañana? —refunfuñé.
—¡Oye! Que es un buen hombre, puedes venir si quieres, le diré que...
—No no —Helen no podía ser siempre mi salvavidas—. Ve y disfruta.
—¿Y tú qué harás?
Picoteando una patata del menú a domicilio me encogí de hombros.
—Limpiar, supongo, y ordenar.
Me desperté tarde, sin nada qué hacer, estuve amontonando la ropa de Alan sobre su cama para hacerme una lista mental de lo que necesitaría para pasar el verano. Crecía demasiado rápido.
Estaba volviendo a guardar las prendas en la cómoda cuando llamaron al timbre. Ni loca esperaba que Nate fuera a aparecer de verdad, pero estaba allí, tras la puerta de mi piso. Tan casual a cómo sabía que le gustaba vestir: con unos vaqueros y una sudadera, algo que recordaba que no siempre era un hombre serio y agilipollado.
—¿Qué haces aquí? —dudé, miré por el pasillo—. ¿Dónde está Alan?
—Con alguien que lo cuidará esta noche. Te dije que vendría.
¡¿Pero cómo podía estar tan sereno?!
—Ya, pero no pensé que fuera enserio.
Se apartó el pelo de la cara y me pegó un repaso de pies a cabeza. Habían pasado dos años y conocía a Nate, en ese tiempo habría estado con mujeres que no iban por ahí en chándal y con el pelo tan mal recogido, con mujeres a las que el cuerpo les sería perfecto y sin estrías después del embarazo o caderas rollizas.
Cerré los ojos y me froté la frente apartando la imagen de Nate con otra.
—Todo lo que digo va muy enserio, y más si es salir contigo.
—¿Qué intentas? —le reté.
Apretó los labios sin más y quise cerrarle la puerta en la cara. Me debió ver las intenciones porque empujó más la puerta y pasó a mi apartamento. Y ahí estaba de nuevo, invadiendo mi espacio.
—Después de charla de la semana pasada he estado pensando —dijo—. Y como tu noviecito no está vamos a aprovecharlo para hablar.
—No creo que tengamos nada de qué hablar.
Mentira. Entre nosotros siempre teníamos cosas de qué hablar y desde nuestra separación tenía un cúmulo de tantas cosas que sé que si se las hubiera contado a Nate, él me habría dado cualquier solución por muy estúpida que sonase que me habría hecho reír. Echaba eso de menos.
—Yo creo que tenemos mucho de qué hablar. Por los viejos tiempos. O por que dejes de creer que el padre de tu hijo es un gilipollas.
—No creo que seas un gilipollas... todo el tiempo —justifiqué.
Hizo eso. Eso de ladear la cabeza y entrecerrarme los ojos sabiendo que mentía.
—No me mientas y ve a vestirte. Sé que tenías reserva para dentro de media hora.
—Nate...
—Faith...
¿Pero qué diablos estaba pasando?
—Sólo porque por tu culpa me haya quedado sin plan de sábado noche.
—Por lo que sea —musitó, intuí una pequeña sonrisa que tiraba de las comisuras de sus labios—. Te espero aquí.
Me encerré en mi habitación y me planté la ropa que ya tenía pensada para aquel día: un body n***o ajustado y una falda plisada. No quería sobre pensar las cosas. Era solo Nathaniel. Me maquillé un poco, lo suficiente hasta que pensé que aquello no era la cita que tenía planeada.
Lo encontré viendo las fotos que tenía enmarcadas en la repisa sobre el televisor: fotos de Alan conmigo. Dejó el marco en su sitio y me miró.
—Para no querer salir has tardado poco —dijo.
—Lo tenía planeado para salir con Zed —dije yo.
Resopló. Vi mi teléfono entre sus dedos y me lo extendió.
—Estaba tirado por el sofá. Venga vámonos.
Salir con Nate a solas era algo que no sucedía desde hacía tanto tiempo que se me había olvidado cómo se sentía. Aun si era como amigos o como dos padres que iban a solucionar las cosas por su hijo.
Su coche todoterreno era nuevo, pero a Nate siempre le había gustado colgarse cosas del retrovisor. Toqué el rosario de madera enredado en el espejo.
—Lo sigues teniendo.
—¿Por qué no iba a hacerlo?
Me encogí de hombros. Le regalé el rosario porque mi familia siempre fue algo religiosa, yo no tanto, y como lo tenía tirado por un cajón me pareció divertido dárselo para su primer coche que era tan chatarra que necesitaba la fe para arrancar.
—Ni siquiera cuando te lo di pensaba que lo usarías.
—¿Qué dices? Si me puse dos navidades seguidas aquel jersey horroroso solo porque tú me lo regalaste.
Recordarlo me hizo reír. Por muy feo que fuera, a Nate todo le quedaba bien, pero eso no era algo que admitir.
—Hice un trapo con él cuando lo dejaste de usar, limpiaba bien.
Nate sonrió, me regaló una mirada de esas que me hacían recordar el chico que era, y siguió conduciendo.
Cuando no discutíamos me encantaba estar junto a él.