Nunca me han gustado las multitudes. Y esta no es la excepción. Sé cómo funcionan, he servido en más de uno y siempre he visto estos eventos como vitrinas crueles, escenarios diseñados para exhibir y no para vivir. Pero mientras cruzo las puertas doradas del salón de cóctel en el hotel, del brazo de Nicoló Visconti, sé que esta noche no tengo escapatoria y seré parte de ese grupo que siempre he criticado, además de sentirme nerviosa. No se trata solo de prensa o invitados importantes. Se trata de la élite europea, gente con apellidos antiguos, miradas afiladas y sonrisas medidas al milímetro, todos girando sus cuellos al unísono cuando nos ven entrar, como si fuésemos la pareja que falta para completar el retrato de familia de un mundo inalcanzable. Y yo. Yo solo puedo pensar en cómo me