CAPÍTULO OCHO …en un claro. Estoy de vuelta en el prado lleno de flores y hierba alta que está detrás de la casa de la abuela. No, espera, no es nuestro prado. Y tampoco es el claro del bosque que era como un santuario, donde nos sentamos en una roca con la abuela. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. Este claro tiene los troncos de los árboles ennegrecidos como si un incendio hubiera arrasado con todo. El suelo está casi desnudo, con solo algunos manchones de hierba muerta. Algo blanco brilla en el suelo; me agacho para mirar. —¡Señor, ayúdame! —grito, retrocediendo de un salto. Frente a mí, en el suelo quemado, hay huesos blancos diminutos, de un conejo o una ardilla, supongo. Al observar de cerca lo que creía que eran palos blancos y guijarros en el suelo, me doy cuenta de que son c